—¡Sol! ¡Sal ya, sol! Nubes. Cúmulos de nubes cargadas, turgentes, color de espada. Detrás de ellas, el sol. Lo invocábamos a gritos desde nuestras toallas con estampados publicitarios. La de Laia promocionaba una crema hidratante. Si puedo evocarla es porque el azul oscuro de la fibra sintética se reflejaba en la piel blanquísima de sus brazos. Debajo latían las venas, desbocadas por el calor. Tenía muchas pecas repartidas de forma desigual, pero recuerdo cuatro más gruesas que dibujaban un cuadrado perfecto cerca de un codo.
La casa de la playa
La casa de la playa
La casa de la playa
—¡Sol! ¡Sal ya, sol! Nubes. Cúmulos de nubes cargadas, turgentes, color de espada. Detrás de ellas, el sol. Lo invocábamos a gritos desde nuestras toallas con estampados publicitarios. La de Laia promocionaba una crema hidratante. Si puedo evocarla es porque el azul oscuro de la fibra sintética se reflejaba en la piel blanquísima de sus brazos. Debajo latían las venas, desbocadas por el calor. Tenía muchas pecas repartidas de forma desigual, pero recuerdo cuatro más gruesas que dibujaban un cuadrado perfecto cerca de un codo.