La casa de la playa
—¡Sol! ¡Sal ya, sol!
Nubes. Cúmulos de nubes cargadas, turgentes, color de espada. Detrás de ellas, el sol. Lo invocábamos a gritos desde nuestras toallas con estampados publicitarios. La de Laia promocionaba una crema hidratante. Si puedo evocarla es porque el azul oscuro de la fibra sintética se reflejaba en la piel blanquísima de sus brazos. Debajo latían las venas, desbocadas por el calor. Tenía muchas pecas repartidas de forma desigual, pero recuerdo cuatro más gruesas que dibujaban un cuadrado perfecto cerca de un codo.
Después de cada invocación al sol, Laia reía. Su pecho descubierto subía y bajaba como un muelle.
La playa, a excepción de nosotras, estaba vacía.
Habíamos llegado en bicicleta, pedaleando por el camino que unía el término municipal con el mar. Yo no había vuelto a la playa del pueblo desde que demolieron la casa. No me interesaba la nueva arena blanca, transportada en camiones para sustituir a la original, negra como las rocas submarinas que se deshacían para ofrecernos un tapiz donde jugar o tomar el sol. O el nuevo paseo marítimo, una ligera curva que, decían, ahora conectaba ambos extremos de la playa. Los vecinos y turistas paseaban sin tener que esquivar los obstáculos que antes, en la antigua playa, salpicaban un terreno salvaje a medio asfaltar: las casas diseminadas aquí y allá, sin conformar núcleos homogéneos; la iglesia donde el cura del pueblo decía misa una vez por semana, nunca el mismo día, nunca anunciándolo con antelación; la acequia descomunal, tan pestilente los días de lluvia debido al agua que aprisionaba sin control; el quiosco que nos proveía de calippos y frigopies cada noche de verano, una tras otra, porque nuestros padres, abandonados a la ociosidad de las vacaciones, olvidaban que el día anterior ya nos habían dado las cien pesetas del único helado de la semana.
Ni la casa, ni el quiosco, ni la arena negra existen ya. Durante una década me negué a verificar el agujero que se había tragado al escenario de mi infancia. Al centro del decorado, la casa que el padre de mi abuelo proyectó después de la guerra. Todos en el pueblo sabían que había estado encarcelado por republicano. El barrio le hizo el vacío a la familia: nadie les dirigía la palabra. Ninguna de sus dos hijas logró casarse. Ahogado por la situación, mi bisabuelo construyó la casa de la playa con el dinero que ganó con la exportación de naranjas. Al menos en verano respirarían tranquilos, a tres kilómetros del pueblo, él, su mujer, sus hijas ya adultas y mi abuelo, un preadolescente caviloso e introvertido.
Él heredó la casa de la playa cuando sus hermanas murieron en un lapso de seis meses: una de cáncer; de la otra nunca se conoció más afección que una melancolía inconcreta. Antes de aquello, sin embargo, él ya era el único que utilizaba la vivienda. Pasaba allí veranos enteros, borrando el color ennegrecido de sus pulmones de fumador con el regusto fresco y ácido del salitre. Se sentaba a la orilla del mar, en una silla de playa, y rellenaba crucigramas. El humor de mi padre mejoraba cuando llegaba el momento de trasladarnos a la casa de la playa para hacerle compañía a mi abuelo, su padre, en agosto, el único mes en que mi padre se permitía el lujo de sacar la guitarra del trastero y rasgar sus cuerdas desafinadas bajo el porche de la casa. A mí me gustaba el ritual de las maletas, la compra de un nuevo bañador porque el del verano pasado se me había quedado pequeño, el inventario de frigorífico y despensa que hacíamos la víspera del traslado para ver qué nos llevábamos a la casa de la playa y qué sobreviviría al bochorno del pueblo adormecido. Y me gustaba que mi madre, cuando el sol empezaba a ponerse, interrumpiera mi batalla con las olas enormes e incesantes trayéndome un plátano y una onza de chocolate con leche para merendar.
—¡Sol, sal ya!
Yo escuchaba a Laia como si gritara desde muy lejos, en la escollera. La verdad es que nunca he sabido para qué sirven las escolleras. Antes, cuando la casa de la playa todavía estaba en pie, no había ninguna. Quizás no eran necesarias.
En la playa tenía amigos. Veraneaban en otras casas que tenían su propia historia. La de Paula era la más cercana. Por las noches, después del melón que mi abuelo repartía en rodajas perfectas y jugosas, me reunía con ella y los otros niños para comprar en el quiosco el helado de la jornada. Nos lo acabábamos en tres lametazos y corríamos al parque de las farolas, que bautizamos así porque había diez o doce apiñadas en una superficie de apenas veinte metros cuadrados, y bajo una luz estremecedora nos inventábamos juegos hasta que nuestros padres acudían a buscarnos. No nos importaban las picaduras de mosquito. El sol que nos cubría durante el día nos endurecía tanto la piel que casi no las sentíamos.
—¡Soool!
Cada verano era idéntico al anterior. Solo cambiábamos nosotros: cada año más altos, más esbeltos, pero con las mismas ganas de brincar sobre la arena negra y saltar de roca en roca intentando no resbalar. Soy incapaz de recordar si el último verano en la casa de la playa tuvo alguna peculiaridad. Lo que está claro es que aún no éramos conscientes de que nunca se repetiría.
En cuanto recibimos la noticia de que la derribarían en un plazo de tres meses para construir un paseo marítimo, mi padre anunció que no volvería, como si la casa hubiera muerto para él. Mi abuelo, menos sentimental, se encargó de vaciarla de muebles. Yo me dije que ya me acercaría a verla por última vez: si mi padre no quería ir, se lo pediría a mi madre.
Cuando tienes nueve años, tres meses parecen una eternidad. El asunto del derribo de la casa fue envuelto en silencio: ningún miembro de la familia lo mencionaba. El día que sugerí que fuésemos a despedirnos de ella, mi madre me dijo que la habían derruido hacía dos semanas.
—¡Sol! ¡Venga!
La voz de Laia sonaba cada vez más distante. Aquella mañana me había llamado a casa: «¿Te apetece que vayamos a la playa después de comer?». No necesitaba que yo la convenciera para pedalear hasta la del pueblo de al lado: Laia conocía la historia de la casa y también mis reticencias a volver al lugar en el que descansaban mis recuerdos más puros. No quería perturbarlos con la visión de un nuevo decorado que difícilmente reconocería. Que las imágenes de la tranquilidad de mi abuelo y la cándida felicidad de mi padre se borrasen de mi memoria al poner un pie sobre el asfalto del barrio marítimo, un asfalto ahora despersonalizado y brillante: ese era mi mayor miedo.
A Laia le dije que sí. A las cinco y media pasó por casa y emprendimos la marcha hacia la playa del pueblo vecino. El sol que había dominado por la mañana se escondía tras unas nubes todavía tímidas. Hasta el segundo kilómetro, el recorrido era común al camino hacia la playa de nuestro pueblo. Al llegar al desvío, justo cuando debíamos girar a la derecha para continuar con el plan original, me oí decir:
—No. Continuemos recto.
Los pedales quemaban bajo mis pies y yo los empujaba con una rapidez creciente. Por la frente me caían gotas de sudor mezclado con crema solar. Las gotas me inundaban los ojos. Los ojos picaban. Pero yo no me rascaba, solo pedaleaba y pedaleaba hacia delante.
Llegué a la rotonda que daba la bienvenida a la playa del pueblo. No estaba segura de si aquel era el primer elemento nuevo que me recibía o si ya había formado parte del paisaje de mis veranos de la infancia. La rodeé y me detuve en una plaza abierta alrededor de un templete. Más allá estaba el paseo marítimo. Aún más allá, la arena blanca y, después, el mar, liso como una placa de aluminio, libre de las olas que, de manera inofensiva, me abatían cuando la casa de la playa todavía existía.
Laia frenó detrás de mí, sofocada por la humedad.
—¿Y esta volada que te ha dado?
—Nada. Tú llama al sol, que con estas nubes no apetece nada meterse en el agua.
Arrastramos las bicis hacia la arena y saltamos un pequeño muro que separaba el paseo de la zona de baño. Miré a izquierda y derecha. Me sorprendieron las escolleras cada doscientos metros. No tenía ni idea de dónde estaba. No sabía, mejor dicho, dónde había estado la casa de la playa. Me sentía completamente desorientada. «Quizás sea mejor así», pensé.
Laia y yo extendimos las toallas, nos deshicimos de las partes superiores de los bikinis y nos tumbamos boca arriba. No había nadie más entre las dos escolleras que habíamos escogido.
—¡Sal, sol! ¡Sal, sol! —gritó Laia de repente.
—¿Qué haces?
—¿No me has dicho que llame al sol? ¡Venga, tú también!
Empezamos a llamar al sol a dos voces. La escena me divertía, y Laia no tardó en contagiarse de mi risa. Toda ella olía a crema solar, a una diferente que la que anunciaba su toalla. Laia tenía la piel tal pálida que se tenía que embadurnar cada veinte minutos para no quemarse. Yo estaba inesperadamente a gusto: la playa ya no era de arena negra, y tampoco estaba la casa; no podríamos comprarnos un frigopie en el quiosco, también derruido por cometer el pecado de bloquear el recorrido del paseo marítimo. De repente, nada de aquello importaba. Allí estábamos Laia, yo y un sol fugitivo, sobre una arena suplantadora, extranjera, riendo en una tarde cualquiera del agosto de nuestros diecinueve años.
—¡Soool! ¿Dónde estás, sol?
Qué lejos te escucho, Laia. Como si te hubieras ido a la escollera. Como si al fin hubiese salido el sol y hubieras entrado al mar sin mí. Vuelve cuando quieras, puedo esperarte aquí, boca arriba, con los ojos entreabiertos y la toalla acariciándome una mejilla. Te esperaré rellenando un crucigrama, o merendando plátano con chocolate, si es que he traído, o rasgando las cuerdas de una guitarra desafinada. Si me levanto —estoy tan, tan a gusto tumbada— podría incluso saltar de roca en roca tratando de no resbalar…
Me desperté de golpe. Laia seguía a mi lado, dormida, respirando con pesadez. Me incorporé: el mar, que era y no era el mismo que yo conocí, de repente me resultó familiar, pese a la ausencia de olas y la arena blanca que la espuma indolente depositaba en la orilla. Allí, no demasiado lejos de mi cuerpo, resplandecía alguna cosa: cuando me acerqué, descubrí un vórtice negro. Era la punta de una roca negra e indómita abriéndose paso entre aquella mezcla de minerales invasores. Me giré hacia Laia para decírselo, pero antes de que pudiera abrir la boca reconocí, al fondo del paseo marítimo, la casa de Paula. Y entonces, un poco hacia la derecha, el parque de las farolas donde jugábamos por las noches. Miré la escollera de mi izquierda. A pesar de la distancia, a su lado advertí un ínfimo riachuelo verdoso. Era lo que quedaba de la antigua acequia.
Miré en línea recta más allá de mis pies. Y entendí que a pocos metros, justo donde Laia y yo habíamos extendido las toallas, había estado la casa de la playa.
—Parece que nuestros gritos han funcionado.
Laia cababa de despertarse. Su voz me sobresaltó. Alcé la cabeza al cielo. Era verdad: el sol comenzaba a asomar por el borde de una nube.
—¿Qué? —le dije a Laia mientras me hacía visera con la mano.— ¿Nos bañamos?