Si todo es amistad, nada es amistad. (Marina Garcés)
Hace unos años conocí a alguien que me fascinó por su impulso y su carisma. Acababa de completar un gran viaje que me narraba por fascículos en nuestros encuentros. De su discurso se desprendía que disfrutaba de una red social extensa y sólida. Decenas de amigas y amigos perlaban sus relatos. De hecho, «amiga» era su palabra predilecta: la utilizaba en sus comentarios de redes sociales, en saludos y despedidas, en conversaciones sobre vecinos y antiguos compañeros de estudios y trabajo. Por supuesto, inmediatamente después de conocernos empezó a llamarme amiga a mí también. Yo seguía bajo su embrujo, así que me sentí halagada: aunque fuera una más de su larga lista de amistades, la palabra «amiga» sonaba distinta en su voz cuando iba asociada a mí. Parecía más real, más genuina que cuando la empleaba para referirse a cualquier otra persona.
Poco a poco me di cuenta de que no era así. Yo no era más especial que sus otros supuestos amigos. Empecé a sospecharlo la primera vez que la escuché referirse como «mi amiga» a alguien a quien se había hartado de despellejar cuando estábamos a solas. Sucedió tomando algo con un grupo de personas a las que acabábamos de conocer. Como en cualquier situación social, ella era el alma de la fiesta, la que marcaba el ritmo de las conversaciones y conquistaba al auditorio con los relatos sobre su vida, siempre cargados de épica y grandes lecciones obtenidas a base de olas de sufrimiento y redención. En la ronda de despedidas escuché cómo les decía «amiga» a varias de aquellas recién conocidas. Se pasó el camino a la parada de autobús enumerando todo lo que le había parecido falso, ridículo o insuficiente en ellas.
La gente que piensa que aún somos amigas se sorprende cuando les digo que no sé nada de ella desde hace tres o cuatro años. Sé que, a continuación, esperan que les narre la detallada crónica de algún conflicto irresoluble, pero lo cierto es que entre nosotras no sucedió nada que no tuviera vuelta atrás. Yo sí experimenté un desencanto progresivo a medida que entendía que ser considerada su amiga no llevaba aparejados los pactos y valores que yo atribuía a una verdadera amistad. Hasta el final intenté que significante y significado encajasen, pero abandoné la lucha cuando ella rebasó un límite que, con todo, yo habría estado dispuesta a pasar por alto si hubiese movido ficha, con o sin disculpa. No lo hizo: no hubo más whatsapps, llamadas o comentarios de Instagram para quien, desde el primer día, había llamado amiga. Ahí se acabó todo.
La suya es una de las tres rupturas de amistad que he tenido en mi vida. Fue la más silenciosa, la menos agarrada a hechos concretos. Nuestra amistad, como tantas otras, murió de inanición. Las otras dos sí sacudieron muros y tabiques, desataron terremotos no solo en mi cotidianeidad sino también en la de los amigos compartidos. Los duelos irrumpieron súbitamente, como rayos, pero se alargaron como truenos remotos. Ambas rupturas sucedieron hace tiempo. Las recorrí segura de que tenía razón, que mi versión de los hechos era la única capaz de sostenerse con argumentos sólidos y racionales. Ahora sé que lo racional no puede anudar las dos mitades de una cuerda partida por la tensión.
Llevo meses leyendo mucho sobre la amistad. Es material y estímulo para el ensayo que estoy escribiendo. El ensayo hiperboliza mis carencias como amiga, así que ahora convivo con los remordimientos de hechos pasados a los que en su momento resté importancia. He sido mala amiga muchas veces, algunas a conciencia y otras por ignorancia, o tal vez por inexperiencia. He criticado a una amiga delante del chico que nos gustaba a las dos para que me eligiera a mí en vez de a ella. Me he apartado de amigas porque envidiaba algún aspecto de sus vidas. Les he dado consejos en los que no creía para poder adelantarlas por la derecha. Esos son delitos mayores. Los menores: decirles que estaba muy ocupada trabajando porque me daba pereza hacer una videollamada que ellas necesitaban; distanciarme porque su dolor despertaba mis propios fantasmas; sentir una alegría inconfesable y perversa si algo se tambaleaba en sus vidas perfectas.
Más o menos a mediados de mi primer año en Iowa City, justo cuando empezaba a escribir el ensayo, temí estar sustituyendo a mis amigas de siempre por las nuevas amigas que estaba haciendo aquí. Aunque me esforzaba por mantener al día de mis movimientos a las otras y me reservaba sus audios para momentos de pausa en los que poder dedicarles toda mi atención, sentía que la distancia física y la diferencia horaria se interponían irremediablemente entre nosotras, moldeando los vínculos a su gusto y a nuestras espaldas. Las vidas que antes nos contábamos tranquilamente en un paseo o ante un par de cervezas ahora debían condensarse en cinco minutos de audio.
Escribe Marina Garcés en La pasión de los extraños:
La intimidad es un pliegue en el lenguaje, una “doblez” (…) gracias a la cual lo que decimos no se agota en su literalidad, sino que evoca o implica algo. El amigo o amiga íntimo es quien se hace receptor de este exceso de sentido que va más allá de la información contenida en la literalidad de las palabras. Es quien entiende; de ahí la sensación de comprensión, de complicidad o de acuerdo, más allá de las palabras, que caracteriza la amistad.
¿Cuánta intimidad pueden abarcar cinco minutos de audio cada tres o cuatro días? Me parecía que poca. Yo necesitaba no cinco, sino quince o veinte minutos solo para poner a mi amiga en contexto de lo que luego, de encontrarnos cara a cara, le habría contado a lo largo de dos horas, y aún habría echado de menos un par más. En Somebody somewhere hay una escena en la que, tras un día largo y duro para Sam —la protagonista—, ella y su mejor amigo Joel se desploman sobre el sofá, tras lo cual él le pide: «Cuéntamelo todo». El gesto me conmovió por su sencillez. ¿Cuánto tiempo llevaba yo sin dejarme caer así, indefensa y transparente, en el regazo de una amistad forjada a lo largo de años?
Impelida por el complejo de mala amiga que la escritura del ensayo conjuraba, redoblé los esfuerzos. Mantener relaciones a distancia no es mi fuerte, así que sabía que debía obligarme, imponerme unos ritos que no me salían de manera natural. Empecé a escribir a mis amigas porque sí, sin un motivo en particular. Programé videollamadas. Hice seguimiento de episodios vitales de los que me habían informado por encima para saber cómo se desarrollaban. La disciplina dio paso a la costumbre. Costaba un poco menos cada vez. La distancia seguía ahí, pero mis amigas estaban más cerca. Dejé de sentir que las estaba reemplazando. Sentirme buena amiga en el presente no eliminó la certeza de haberles fallado antes, pero me ayudó a perdonar mis propios errores y a estar segura de que quería prevenirlos en el futuro.
«Me inquieta escuchar historias plácidas de amistad». Así abre Marina Garcés su ensayo. Escribiendo el mío me he dado cuenta de que a mí también me inquieta. La amistad, para ser, requiere de muchos ingredientes, pero desde luego la placidez no es uno de ellos. Cualquier supuesta amistad construida sobre el espejismo de una concordia inmarcesible no es más que eso, un espejismo. Decir amiga el primer día es peligroso, porque nos hace aspirar, de base, a una placidez que solo puede decepcionarnos. Casi ninguna amistad es lineal y pacífica, y sin embargo, como explica Garcés, el ideal occidental de amistad está basado en la virtud. Una amistad solo parece válida cuando no la manchan desencuentros ni conflictos. Cualquier mínima grieta nos desenmascara como malas amigas, o revela que la relación no era tan pura y verdadera como habíamos creído.
Al llamarme amiga nada más conocerme, ella le puso el tejado a una casa sin cimientos. La palabra amiga era una cáscara hueca que no pudo soportar el peso de un contenido y se quebró a la mínima presión. Me pregunto si seguiríamos siendo amigas si ella nos hubiera dado la oportunidad de conocernos antes de considerarnos como tal.
Hasta el lunes que viene,
Irene
¡Qué buena!
Tengo ganas de hincarle el diente al libro de Marina Garcés. Nunca pensé que yo pudiera romper con una amiga, no he roto ni con novios, nunca, pero me pasó y se tambalearon todos los cimientos de mi persona.
El primer día no somos amigas, somos gente que ha conectado y qué bien, oye, pero ya está. Hay mucha gente que podría ser amiga y no cuaja por falta de tiempo material y de coincidir. A las amigas las elegimos hasta cierto punto, yo qué sé.
Yo he sido mala amiga también, a veces me he dado cuenta o me lo han dicho y me he disculpado, otras ni me he enterado. A veces han sido malas amigas conmigo pero no pasa nada, a veces la gente no damos más de nosotros. A veces pasa algo que es la gota que colma el pantano y hay un cataclismo y te hace romper una amistad. Luego pasan los años y de cierta manera esa amistad vuelve a estar presente porque atan demasiados lazos en común y el rencor ya ha pasado. Y hace poco tiempo me descubrí disfrutando de tomar algo con esa ex amiga y de formar parte de su vida ligeramente
Y lo que nos queda, yo ya no sé nada. Pero la amistad no es plácida, si es amistad muta, te atraviesa y como cualquier relación humana importante trae alegrías y penas.