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Días mejores
Llevo toda la semana preguntándome cómo escribir sobre lo que quiero escribir. No quería hacerlo desde la exaltación o el orgullo, ni tampoco desde la supuesta superioridad moral de la que se nos acusa a menudo a los que seguimos creyendo en una sociedad en la que nadie se quede atrás. Llevo la semana entera queriendo escribir sobre esto y no haciéndolo, y por eso ya es viernes y aún estoy empezando un texto que suelo acabar de editar el miércoles. Escribo a riesgo de hacerlo mal, de sonar exaltada, orgullosa o soberbia, aunque en realidad lo que estoy es profundamente triste.
El lunes pasado apenas pude trabajar. No fui la única: en varios chats de whastapp mis amigos me decían que la rabia, el desconcierto y la decepción les impedían concentrarse. Una de las ventajas de ser autónoma es que puedes reubicar tareas en el calendario con cierta facilidad. Pasado el mediodía, acepté la derrota (la del desánimo, no la otra, no todavía) y repartí a lo largo de la semana lo que me había impuesto para el lunes. Y entonces me consagré a lo único que podía hacer: leer análisis en la prensa, peinar Twitter en busca de explicaciones y consuelo, y, sobre todo, llorar cuando imaginaba en qué se reconvertirán la ciudad en la que vivo y mi país; cuando añoraba por anticipado todo lo que se ha hecho y que de pronto, amparado por los aplausos de un poco más de media cámara (viva la fiesta de la democracia, supongo), corre el peligro de evaporarse. Si no fuera porque hemos visto y disfrutado de lo conquistado, el panorama actual podría hacernos creer incluso que nunca ha existido.
Hay quien asegura, de hecho, que estos ocho años han sido un espejismo, una siesta que, por alargarse más de la cuenta, te permite surcar las orillas del sueño. Yo no lo creo. Tengo la esperanza de que el espejismo sea lo que viene ahora, y que se desintegre lo antes posible. No porque las barbaridades sean tan mayúsculas que no quede otro remedio que reaccionar castigando a quienes solo toleran a sus clones, y como mucho a los que desearían ser como ellos y por eso, en una especie de mímesis aspiracional, les otorgan sus votos. A quienes ya gozamos de cierta estabilidad o, en su defecto, contamos con los recursos necesarios para buscarnos la vida si los que van a gobernar se empeñan en ponérnoslo difícil (impidiéndonos trabajar en valenciano, recortando ayudas culturales o limitando nuestra libertad de expresión, por ejemplo) no nos noqueará un petardeo de barbaridades. Lo rápido puede ser indoloro para algunos, pero no lo será para todos: los pobres, los trans, los inmigrantes, las víctimas de violencia machista, los que buscan su primer empleo, los parados, los enfermos crónicos, los ancianos solos; no creo que ninguno de ellos se beneficie de que la derecha y la ultraderecha muestren sus cartas rápidamente y estrangulen sus derechos sin complejos, por mucho que algo así, como dicen algunos, pudiera ser un revulsivo para movilizar a los abstencionistas dentro de cuatro años y revertir la debacle.
La situación es triste. Es triste pensar en todo lo que puede suceder, pero a mí me entristece todavía más pensar en lo que se ha votado: el odio, la intolerancia, la desconfianza, la desigualdad, el clasismo, el machismo, la falta de empatía, la xenofobia, la incultura. Todo eso contenido en una papeleta que excluye a todos aquellos de clase, orientación sexual o etnia distintas a las de quien la escoge. Supongo que cinco días no son suficientes para asumir la nueva realidad y que por eso sigo pensando que en cualquier momento me despertaré de esta pesadilla distópica. Más que nunca, me descorazona escuchar que todos los políticos son iguales y que un voto, en definitiva, no habría cambiado nada. Me invade la desesperanza cuando compruebo que las fake news en las redes sociales y la manipulación mediática han calado en una buena parte del electorado, haciéndole creer y defender mentiras orquestadas por unos cuantos fantoches que ambicionan hasta la última migaja de dinero, atención y poder. Es triste que con muchas personas ya no funcionen ni siquiera los argumentos científicos acerca del cambio climático, la insostenibilidad de un crecimiento sin freno en los países ricos, la igualdad de sexos o la unidad de un idioma que se materializa en cientos de musicalidades distintas. Es triste, y esta vez no me vale que me aseguren que no es para tanto, que la política es cíclica, que en el fondo no es tan importante, que es el mismo perro con distinto collar, que no lo notaremos tanto, que, como ya hemos hecho otras veces, saldremos de esta.
Y sí, saldremos de esta, porque no nos queda otra. Pero está por ver en qué condiciones. No tanto las personas que, por unos u otros motivos, somos privilegiadas: tenemos trabajo y ahorros, y, si los perdemos, nos quedarán los medios para volver a generarlos; nuestro sexo y el género que nos atribuyeron coinciden, nuestra salud es buena y nuestra piel blanca, habitamos dentro de las fronteras entre cuyos límites nacimos. Pero qué pasará con los demás, que son muchos, aunque no siempre los veamos, inmersos en nuestros espejismos —estos sí— de estudios superiores, cena en restaurante cada fin de semana, cine y teatro cuando nos place, viajes en vacaciones y techo (alto) y comida (nutritiva) cada día, caiga quien caiga y gobierne quien gobierne.
Más adelante me animaré. Ahora quiero estar triste, completar este duelo y permitirme no saber cómo escribir lo que quiero escribir. Quiero firmar y publicar este texto malo, exaltado, soberbio y orgulloso. Ya llegarán palabras mejores. Ya llegarán, también, días mejores.
Hasta el lunes que viene,
Irene