Estoy desentrenada. Ya no sé caminar por la calle atendiendo al canto de los pájaros. Al menos en València no hace falta esforzarse mucho para escucharlo, incluso en las avenidas donde hay más tráfico. Está ahí, todo el tiempo, alzándose por encima del ruido de los motores y los pitidos del taxista que se queja de la moto que se queja del bus. Pero yo estoy desentrenada y no escucho ni el canto de los pájaros ni los pitidos de los vehículos, porque siempre voy por la calle con auriculares, con alguna mujer treintañera blanca con estudios universitarios y alto grado de ironía contándome cualquier cosa al oído, cualquier cosa que no proceso al cien por cien, porque en un semáforo miro la pantalla del móvil a ver si tengo algún whatsapp, o me pierdo en un pensamiento fragmentado por las voces que vomitan los auriculares, o veo mi cuerpo reflejado en un escaparate y entro en el bucle de atacar todo lo que no me gusta de él. Un día, antes de salir de casa para ir a clase pole dance, decidí prescindir de los auriculares durante la media hora de paseo —aun así los guardé en el bolso, por si a medio camino me arrepentía de hacerme compañía a mí misma—. En una calle peatonal cerca de la Plaza del Cedro se coló en mis oídos el canto de los pájaros. No los vi, allí los árboles eran altísimos, pero parecían muchos. Me acordé de mi amiga N., que siempre tiene el televisor encendido, aunque nadie lo esté viendo. Cuando la visito, merendamos croissants con Jorge Javier Vázquez y brindamos con vasos colmados de la Coca-cola del anuncio. Aunque al cabo de cinco minutos me he acostumbrado al volumen atronador de ese televisor al que nadie atiende, no ha habido vez que, al llegar a casa de N., no me haya desconcertado esa compañía intrusa. Pero el otro día, en aquel recoveco de València tomado por pájaros cantarines, me pregunté: ¿en qué se diferencia el televisor de N. de los pódcasts que me chuto cada vez que salgo sola a la calle, o mientras cocino, limpio la casa, me ducho? Ni N. escucha lo que dicen por la tele, ni yo escucho de verdad lo que me cuentan esas voces que ya no sé muy bien diferenciar: creemos que nos dirigimos hacia la polifonía discursiva, pero yo sospecho que naufragamos hace tiempo en una charca homogénea en la que todos estamos diciendo más o menos lo mismo.
Desentrenada
Desentrenada
Desentrenada
Estoy desentrenada. Ya no sé caminar por la calle atendiendo al canto de los pájaros. Al menos en València no hace falta esforzarse mucho para escucharlo, incluso en las avenidas donde hay más tráfico. Está ahí, todo el tiempo, alzándose por encima del ruido de los motores y los pitidos del taxista que se queja de la moto que se queja del bus. Pero yo estoy desentrenada y no escucho ni el canto de los pájaros ni los pitidos de los vehículos, porque siempre voy por la calle con auriculares, con alguna mujer treintañera blanca con estudios universitarios y alto grado de ironía contándome cualquier cosa al oído, cualquier cosa que no proceso al cien por cien, porque en un semáforo miro la pantalla del móvil a ver si tengo algún whatsapp, o me pierdo en un pensamiento fragmentado por las voces que vomitan los auriculares, o veo mi cuerpo reflejado en un escaparate y entro en el bucle de atacar todo lo que no me gusta de él. Un día, antes de salir de casa para ir a clase pole dance, decidí prescindir de los auriculares durante la media hora de paseo —aun así los guardé en el bolso, por si a medio camino me arrepentía de hacerme compañía a mí misma—. En una calle peatonal cerca de la Plaza del Cedro se coló en mis oídos el canto de los pájaros. No los vi, allí los árboles eran altísimos, pero parecían muchos. Me acordé de mi amiga N., que siempre tiene el televisor encendido, aunque nadie lo esté viendo. Cuando la visito, merendamos croissants con Jorge Javier Vázquez y brindamos con vasos colmados de la Coca-cola del anuncio. Aunque al cabo de cinco minutos me he acostumbrado al volumen atronador de ese televisor al que nadie atiende, no ha habido vez que, al llegar a casa de N., no me haya desconcertado esa compañía intrusa. Pero el otro día, en aquel recoveco de València tomado por pájaros cantarines, me pregunté: ¿en qué se diferencia el televisor de N. de los pódcasts que me chuto cada vez que salgo sola a la calle, o mientras cocino, limpio la casa, me ducho? Ni N. escucha lo que dicen por la tele, ni yo escucho de verdad lo que me cuentan esas voces que ya no sé muy bien diferenciar: creemos que nos dirigimos hacia la polifonía discursiva, pero yo sospecho que naufragamos hace tiempo en una charca homogénea en la que todos estamos diciendo más o menos lo mismo.