Este otoño me comprometo a contemplar más atardeceres. El otro día —aún era verano— vi uno sobrecogedor desde el puente de Aragón. Salía del curso de análisis cinematográfico y todo con lo que me cruzaba me parecía filmable: el claustro de la antigua universidad, misterioso y solemne; el reflejo creciente sobre el pavimento de la luz de las farolas recién encendidas; la liviandad de la camarera que por fin ha terminado su jornada laboral y le cuenta por teléfono a su amiga que tiene el domingo libre. De camino a los Babel me topé con aquel atardecer hermoso: las nubes lo surcaban veloces, dividiendo la estampa en tres, siete, diez segmentos irregulares pero armónicos. Me detuve a mirarlo. De pronto recordé la promesa que me hice en algún momento del verano: veré atardeceres desde la orilla del mar, aunque deba desplazarme y me dé pereza, aunque el sol aquí no se esconda por el lado bueno, el que custodia la paleta de los colores que miraríamos mil veces, y mil veces enmudeceríamos. Soy poco fiel a las promesas que me hago, y también rompí esa, o no la cumplí del todo. Entre junio y septiembre solo presencié un atardecer desde la playa, en Dénia, con mis amigas. Allí, en la bahía, el sol sí desapareció por el lado que enmudece.
Contemplaré atardeceres
Contemplaré atardeceres
Contemplaré atardeceres
Este otoño me comprometo a contemplar más atardeceres. El otro día —aún era verano— vi uno sobrecogedor desde el puente de Aragón. Salía del curso de análisis cinematográfico y todo con lo que me cruzaba me parecía filmable: el claustro de la antigua universidad, misterioso y solemne; el reflejo creciente sobre el pavimento de la luz de las farolas recién encendidas; la liviandad de la camarera que por fin ha terminado su jornada laboral y le cuenta por teléfono a su amiga que tiene el domingo libre. De camino a los Babel me topé con aquel atardecer hermoso: las nubes lo surcaban veloces, dividiendo la estampa en tres, siete, diez segmentos irregulares pero armónicos. Me detuve a mirarlo. De pronto recordé la promesa que me hice en algún momento del verano: veré atardeceres desde la orilla del mar, aunque deba desplazarme y me dé pereza, aunque el sol aquí no se esconda por el lado bueno, el que custodia la paleta de los colores que miraríamos mil veces, y mil veces enmudeceríamos. Soy poco fiel a las promesas que me hago, y también rompí esa, o no la cumplí del todo. Entre junio y septiembre solo presencié un atardecer desde la playa, en Dénia, con mis amigas. Allí, en la bahía, el sol sí desapareció por el lado que enmudece.