Wendy lo sabía
Como adulta, acceder a los privilegios que me correspondieron de niña solo es posible a través de la farsa o la manipulación
Me han contado que Peter Pan fue una de las primeras películas que vi en el cine. Tal vez la primera, ahora no estoy segura. Luego, claro, fundí el VHS. Hace poco me la puse en casa. Hacía al menos veinte años que no la veía y sucedió algo que no esperaba: recordaba letras de canciones, expresiones y gestos de los personajes, incluso diálogos enteros. No los reproducía a tiempo real como hacen los niños cuando ven por enésima vez su película preferida, sino que se trataba más bien de un reconocimiento a posteriori, con una demora infinitesimal, como si los años que me separan de mi infancia originasen un mínimo pero insalvable desfase entre la realidad y mi memoria.
La película lleva como título el nombre del niño insolente que se apoltrona en una infancia sempiterna, pero la verdadera protagonista de esta historia, creo yo, es Wendy. Ella es el único personaje que experimenta una evolución: cuando sale volando por la ventana de la habitación que comparte con sus hermanos para viajar al país de Nunca Jamás, Wendy está encastillada en su deseo de ser una niña para siempre; sin embargo, a su vuelta a Londres, ya ha aceptado que su destino es crecer. Wendy se trasladará a su propia habitación, y más adelante tendrá su propia casa. Podrá seguir jugando con sus hermanos y contarles cuentos fantásticos por las noches, quizás también a sus hijos. Pero ahora lo hará como adulta, ya no como la niña que se resistía a dejar de ser.
Me pregunto si hemos arrinconado a Wendy en favor de Peter Pan como protagonista de la historia no solo por el eco del título, sino sobre todo porque nos aterra el viaje interior que Wendy debe hacer y preferiríamos, también nosotros, ocupar el lugar de Peter Pan, el niño eterno. La parte de la infancia que Wendy deja atrás no es la de la imaginación, la ociosidad o el regocijo: es la parte de la dependencia hacia los padres, de la necesidad perentoria de guía y protección, del llanto no como método de desahogo, sino como estrategia para hacerse oír y ver. Confieso que, a menudo, me pesa la certeza de no disponer ya de nada de eso, de saber que, como adulta, acceder a los privilegios que me correspondieron de niña solo es posible a través de la farsa o la manipulación. A través de hacerme pequeñita para que me protejan y me quieran.
Varios meses después de salir de mi ingreso por anorexia, cuando ya estaba físicamente recuperada y me había convertido en una adulta funcional, atravesé una breve fase de nostalgia por mi yo enfermo. No duró mucho, apenas una semana, pero durante esos días eché terriblemente de menos ser un ente frágil que depende de los demás para casi todo, alguien que necesita cuidados y atenciones constantes, tanto de extraños —las enfermeras y auxiliares del hospital— como, preferiblemente, de mis padres. En realidad lo que quería era volver atrás en el tiempo: quería ser una niña otra vez. La única manera de lograrlo con un cuerpo de adulta era rendirme de nuevo al trastorno, y trastorno significaba sufrimiento y muerte, así que asumí que debería explorar otros caminos para alcanzar lo que anhelaba. Pero nunca he olvidado esa súbita necesidad de volver a ser una niña cuando era una adulta de todas todas.
No creo que una estancia prolongada en el territorio de la adultez frene del todo el deseo de regresar a la parte débil y dependiente de la infancia, aunque solo sea durante unos minutos, lo justo para recibir el abrazo o las palabras de aliento que estamos necesitando y que no sabemos, o no queremos, pedir de otra manera. Cuántas veces yo me hago pequeñita y me instalo en una infancia de cartón piedra para tratar de obtener lo que me asusta buscar por vías en las que mi condición de adulta podría resultar amenazadora, concluyente. Cuando me convierto en niña arqueo las cejas, inclino la espalda de forma imperceptible para restarme varios centímetros de altura y agudizo mi tono de voz. En unos apuntes de la carrera leí que las mujeres empleamos diminutivos y aniñamos la voz en un porcentaje considerablemente mayor al de los hombres. En Reinventar el amor, Mona Chollet sugiere que a las mujeres se nos conmina a ocupar el menor espacio posible si queremos ser deseables. Es decir: para que nos cuiden y nos amen debemos ser delgadas, pequeñitas, enclenques. Debemos pasar inadvertidas para que nos adviertan. Parece una paradoja y, como todo lo que nos oprime, lo es. Añade Chollet que «la expresión de la debilidad también puede pasar por la voz. Algunas mujeres se sienten tentadas de adoptar una voz de “bebé sexi” cuando se dirigen a un hombre: “Los bebés no tienen poder social, económico ni sexual”, insinúa la socióloga Anne Karpf […] Dice haber observado que muchas mujeres “extremadamente brillantes” tienen enormes dificultades para utilizar la voz. La idea de emplearla con toda su fuerza las aterra».
Resulta esclarecedor que el elemento que mantiene a Wendy vinculada al mundo de los niños después de haberlo abandonado sea, precisamente, su voz. Gracias a su poder, Wendy seguirá contando cuentos que son una autopista directa a la mejor parte de la infancia: la que conserva lo fértil —la imaginación, la ociosidad, el regocijo— y contempla lo que se puede dejar atrás sin melancolía ni dolor —la victimización, la pasividad, la mansedumbre—. Esa parte de la infancia no requiere que alteremos nuestra voz hasta enmudecer o que juguemos a dar lástima, no nos exige que enfermemos o nos hagamos muy, muy pequeñas, casi tanto como un bebé, para que otros adultos nos quieran o nos hagan un poco de caso.
Nosotras también somos adultas, y lo que deseamos podemos obtenerlo gritando.
Wendy lo sabía.
Hasta el lunes que viene,
Irene