Para la última audición de violonchelo antes de entrar en el conservatorio, mi profesor se empeñó en que tocara de memoria por primera vez.
—Pero tú sacas la partitura y dejas el atril a un ladito, aunque no la mires, que eso queda muy elegante —me dijo.
Yo no veía la elegancia por ninguna parte —sigo sin verla—, pero era mi profesor y le hice caso.
Aunque durante el grado medio de música tocaría siempre de memoria y llegaría a parecerme más orgánico y sencillo que estar pendiente de la partitura, en ese momento nadie me lo había sugerido aún. Y yo era demasiado niña para comprender que, liberada de la chuleta, todos tus sentidos quedan disponibles para que los distribuyas como quieras. Cuando tocas de memoria la expresividad se refina, descubres qué buscaba el compositor con aquel intervalo o este silencio o ese legato, la intuición te guía para diseñar tus propias digitaciones, el instrumento deviene un compañero de baile más que un artefacto contra el que debes pelear para que suene bonito.
Pero, como digo, yo todo eso aún no lo sabía. La orden que mi profesor hizo pasar por sugerencia condicionó mi estudio durante semanas. Cada vez que me sentaba delante del preludio de la Suite nº1 para violonchelo de Johann Sebastian Bach para memorizar sus compases, me convencía más y más de que me olvidaría de alguno en plena actuación y entonces el edificio entero se derruiría.
A pesar de todo, llegué a la audición con bastante seguridad en mí misma. Más que segura, llegué tranquila. En casa había tocado el preludio unas cien veces de memoria sin apenas errores. Además, la partitura siempre estaría en un atril situado a un metro y medio de mí. Podría recurrir a la trampa si me echaba atrás en el último momento. Mi profesor ni siquiera se enteraría, porque un compromiso familiar le impedía acudir aquella tarde. Y, de todos modos, ¿qué más daba? ¡Las notas ya estaban puestas!
Como me graduaba aquel curso, fui de las últimas en actuar. Salí al escenario con mi violonchelo en una mano —la correa colgando de una clavija, como siempre— y el arco y la partitura en la otra. Antes de sentarme, dejé el libro de las Suites de Bach en el atril, abierto por la pieza que interpretaría a continuación, y lo alejé hasta que las notas fueron ilegibles. Entonces sí: me senté y, cobijada por el silencio del aula, empecé a tocar.
Llegué al quinto pentagrama antes de quedarme en blanco. Horas y horas dale que te pego a la obra para violonchelo más popular —y, por qué no decirlo, más cansina— de la historia de la música, para acabar traicionándola en menos de un minuto. No tenía ni idea de qué nota venía a continuación. Sin decir una palabra, sin mirar al público, sin hacer un gesto de más, me levanté de la silla, alargué el brazo hacia mi derecha y rodeé con mi mano el frío acero del atril. No lo coloqué justo enfrente de mí para seguir siendo visible para el resto de alumnos y padres y profesores, pero lo dejé lo suficientemente cerca como para leer la partitura, igual que venía haciendo en cada audición de cada año de mi vida de estudiante de música hasta esa tarde.
Y, con la partitura delante, empecé otra vez. Da capo.
Me salió muy bien. De hecho, unas semanas después interpreté la misma pieza —de memoria— para la prueba de acceso al conservatorio y me pusieron un pedazo de diez. No se me daba mal, lo del violonchelo.
Acabó la audición, aplausos aplausos, enfundé el instrumento, besos y abrazos con compañeros y profesores, me lo colgué del hombro y bajé dos pisos de escaleras hasta la recepción de la casa de la cultura de mi pueblo. Cuando abría la puerta para salir a la calle, un señor desconocido —padre, tío, abuelo de algún alumno— me abordó.
—Oye, te ha salido muy bien. Sobre todo la segunda parte.
No había ironía en sus palabras. Por supuesto, yo no le dije que el preludio de la Suite nº1 de Johann Sebastian Bach no consta de dos partes. No le confesé que lo que había pasado era que me había quedado en blanco y había vuelto a empezar desde el principio. Imagino que no se dio cuenta que la primera parte y el inicio de la segunda parte sonaban exactamente igual. O quizás pensó que se trataba de una repetición, algo habitual en las obras del Barroco. Sobre lo de comenzar con la partitura a un lado y colocarla ante mí en medio de la actuación, quién sabe, tal vez creyó que había sido un teatrillo, una performance, el elemento nuclear de una puesta en escena caprichosa. No lo sé. No le pregunté ni le corregí. Simplemente le di las gracias y salí de la casa de la cultura de mi pueblo con el violonchelo al hombro, tan contenta.
Tampoco sé si fue coincidencia o si el paso al conservatorio tuvo algo que ver, pero el caso es que fue por esas fechas cuando tocar de memoria dejó de darme miedo.
Hasta el lunes que viene,
Irene