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No más de dos segundos
Fue de camino a una charla, entrando en una rotonda del polígono industrial de Elda, Alicante. Sonaban los 40 principales porque en la conexión USB del coche de alquiler no encajaba el cable de mi móvil. Eran las tres y media de la tarde en primavera, pero hacía un sol propio de las siete, insistente y mortecino a la vez. No había más vehículos que el que yo conducía, un seat azul metalizado que me hizo decidir que, si algún día me compro un coche, será de un color llamativo, distinguible, que destaque en cada aparcamiento y autovía entre los insulsos coches blancos que se llevan ahora. Entrando en la rotonda del polígono de Elda me acordé de la convocatoria que había leído la noche anterior, una ayuda del Ministerio de Cultura para el desarrollo de proyectos literarios. Y, como retrocediendo a un antiguo circuito de razonamiento automático, me dije: «¿Para qué solicitarla? Si no me la van a dar».
Ya dentro de la rotonda —vacía a excepción del seat azul metalizado y de mí misma en su interior— me sorprendió la cantidad de meses que llevaba sin visitar aquel recoveco de mi mente. Qué sensación tan extraña regresar, pero qué familiar al mismo tiempo. Porque ahí habité hasta hace no tanto. No me fui ni después de publicar Tres lunas llenas, como si fuera uno de esos inquilinos que, pudiendo entrar en su nuevo piso el último día de marzo, permanece en su apartamento desamueblado una noche más, durmiendo su nostalgia sobre la baldosa fría, resistiéndose al adiós. Yo había supuesto que publicar un libro sería lo que por fin me haría creerme escritora, pero en seguida me di cuenta de que no iba a ser así, de que ser escritora no es un título que te regala un ISBN ni las páginas encuadernadas y llenas de palabras que tú has tejido con un orden y una cadencia concretos, sino que ser escritora es una ofrenda que te haces tú a ti misma, un permiso que un día te das. Hasta ese día no escribes sobre eso que tanto te obsesiona porque para qué. No legitimas tus inquietudes porque si nadie habla de esos asuntos será porque no son relevantes. Quizás te presentas a alguna convocatoria de un premio o una beca o envías tus textos a una editorial que ha abierto buzón, pero antes de hacerlo te disculpas contigo y, de paso, con el lector anónimo que recibirá tu propuesta. La consigna es: «Mis ideas no valen nada». O: «Casi todo lo que escribo es una mierda». O: «Este y esta escriben mejor que yo, lo que significa que yo escribo peor que ellos». O cualquier variante. O todas al mismo tiempo. Madre mía, lo que cabe en medio milímetro de mente humana.
Pero el día que te concedes el privilegio de llamarte escritora, las ideas que revolotean a tu alrededor, los destellos que te sobrevienen cuando estás a punto de dormirte o esperando en la cola del pan o limpiando los areneros de los gatos, esas breves intuiciones ya no te parecen sistemáticamente una mierda, sino que dices: ay, pues mira, voy a apuntarlo en mi cuaderno. O: qué interesante que piense tanto sobre este asunto, ¿no me convendría escribir sobre ello? Cuando te atreves a llamarte a ti misma escritora comienzas a escribir lo que tú quieres y no lo que deberías escribir. Acoges tus obsesiones, las miras con ternura y no con asco, comprendres que el silencio pegajoso que las recubre es la razón más poderosa para escribirlas, adormeces cualquier sufrimiento diciéndote que algún día serás capaz de transformarlo en palabras duras que den vida a textos bellos. Y el miedo desaparece un poco. Permanece incólume ante la página o la pantalla, pero se atenúa cuando te preguntan a qué te dedicas y respondes: soy escritora. O al presentarte a un concurso o a una beca o al enviar tu proyecto a una editorial. También cuando te sientas ante el ordenador y dices: voy a escribir durante dos horas porque esto es lo que hago, escribir. Sabes que no eres la mejor —¿y qué?—, sabes que un día serás mejor, pero con lo que hay, juegas. No son cartas, son palabras. Y son las tuyas.
Salí de la rotonda del polígono de Elda y abandoné el recoveco. En solo dos segundos había vuelto a sentir el peso de todas esas ideas de las que, francamente, no sé muy bien cómo me he librado. Denominarme escritora no puede ser lo único. O tal vez sí. Aunque sucedió un día, la palabra llevaba tomando forma mucho tiempo, habían sido años de cocción lenta. Me encontré al sol de cara, bajé el parasol. Eché un vistazo al GPS, me di cuenta de que me había perdido. Me detuve en medio de una calle vacía del polígono. Un coche paró a mi lado y pitó.
El conductor, un hombre de unos cuarenta y cinco años, piel tostada y dura, más corteza que piel, se dirigió a mí desde su ventanilla bajada:
—Me han dicho que por aquí hay una tienda de bicis, ¿sabes por dónde está?
—No, lo siento, no soy de aquí. Me he liado con el GPS, por eso he parado.
El conductor me dio las gracias y retomó su búsqueda de la tienda de bicis. Yo arranqué al rato, cuando me hube resituado en el mapa, y mientras salía del polígono de Elda pensé en lo bueno que es perderse, cubrir con el manto de la desmemoria ciertos caminos de regreso, a veces para siempre. En lo bueno que es, también, retomarlos sin querer, asomarse a ellos un instante y confirmarlo: no, aquí nunca más. No más de dos segundos.
Hasta el lunes que viene,
Irene