No hay nada más bonito en el mundo
A la mayoría nos parecería un escándalo (y una tortura) renunciar al sexo con alguien a quien amamos. En cambio, casi todos podemos vivir sin bailar
Si volviera a nacer y, por alguna de aquellas, me permitieran seleccionar un talento del que pudiera vivir mal que bien, escogería saber bailar.
Cuando leo un buen libro, admiro el resultado y envidio la mente capaz de poner a dialogar todas esas ideas dándoles, a la vez, un hermoso revestimiento estilístico. Pero el libro es un objeto cerrado, inerte a menos que una mirada lectora le insufle vida durante varias horas. Lo que posibilita la existencia del libro —el proceso de escritura— resulta inaccesible para quien lo lee, principalmente porque ya se acabó (a menos que asistas al desarrollo de un proyecto literario, por ejemplo en un taller de escritura; pero, aun así, lo que lees en el taller es algo que ha sido fijado, palabras sobre papel; el proceso, por otra parte aburridísimo, del autor escribiendo en su portátil sigue siendo privado).
La danza, en cambio, nunca constituye un resultado cerrado. Incluso un espectáculo ensayado cientos de veces, fruto de un proceso más o menos largo e intenso, continúa formando parte de él, es su extensión más reciente, su última manifestación delante (o no) de un público. La danza es un resultado en proceso, o un proceso infinito que esculpe distintos resultados, todos diferentes. La danza siempre está abierta y, por tanto, siempre implica riesgo. En un libro acabado, el riesgo deja de pertenecer a quien lo escribió y se traslada para siempre a los y las lectoras. Son ellos quienes deben decidir los significados de la obra, quienes han de interpretarla. En la danza, la intepretación siempre es conjunta, bailarines y público, y varía, muta constantemente, es infinita e inmortal.
Pasa lo mismo con el teatro. Mis profesores de interpretación repetían que siempre hay que actuar como si fuera la primera vez que te encuentras con ese texto, con esa escenografía, con esos compañeros; en fin, con esa situación dramática. El trabajo de un intérprete es hacer pasar por nuevos gestos y palabras que, a base de ensayos, su mente y su cuerpo han automatizado. Pero no deben parecer automáticos, ni aprendidos, ni ejecutados mil veces antes. Conseguirlo es complicado, y por eso hay pocos buenos actores, buenos de verdad. La mayoría deben (no digo debemos, porque mi coqueteo con el teatro fue fugaz y me parecería una desfachatez considerarme actriz) conformarse con destellos de esa frescura, de esa experiencia virgen, empapada de todo lo que saben y, a la vez, despojada de ello. Yo accedí a esa experiencia apenas un instante que me valió para comprender lo que en aquel momento me pareció un gran descubrimiento, y que luego he oído repetir a muchísimos actores: que el teatro, en ocasiones, es más real que la vida misma.
En la escuela de arte dramático debíamos cursar dos años de danza contemporánea. La primera vez que pisé el linóleo del aula recubierta de espejos, aún debía remontarme a mis ocho o nueve años para encontrar mi contacto más reciente con el baile. Fue en una boda; mi padre me había sacado a bailar. Recuerdo que la música era lenta y que yo, agarrada con una mano de su hombro y con la otra de su mano, debía limitarme a seguir el ritmo de sus pasos. No había sonado ni un tercio de la canción cuando mi padre me dijo: «hija mía, pareces un pato mareado». No le culpo, seguro que tenía razón. He sido corporalmente torpe toda mi vida, y eso es algo que ni siquiera los dos años de danza pudieron arreglar. Lo que mis compañeros pillaban a la primera demostración de la profesora, a mí me costaba la clase entera. La representación mental de mi cuerpo en movimiento era ligera y etérea, pero al mirarme en el espejo descubría que todo era errático y pesado como un bebé atascado en la fase del gateo.
Pese a todo, yo disfrutaba de las clases de danza. Eran de mis favoritas. Me permitían usar mi cuerpo de una forma nunca vista, con movimientos que no sabía cuánto necesitaba hasta que los realizaba. A finales de segundo año, cuando tuvimos que mostrar delante del resto de la escuela nuestras coreografías individuales, ya había dejado de importarme parecer un pato mareado. Aunque, por supuesto, habría preferido moverme tan grácilmente como mis compañeros más dotados para la expresión corporal. La mayoría han seguido con el teatro. Al principio, cuando iba a verlos actuar, yo también deseaba estar en el escenario, y me decía que algún día retomaría la carrera y lo lograría. Con el tiempo se me pasó y pude contemplar su arte sin querer ocupar su lugar.
En cambio, siempre que veo a alguien bailar tengo ganas de estar ahí yo también. Hace unos días, paseando por el downtown con unos amigos, nos cruzamos con una exhibición callejera de claqué. Parecía como si los zapatos tuvieran vida propia. Los bailarines estaban resplandecientes con sus ombligos al aire y sus mechones ondulados rebotándoles sobre la frente —una cosa que he observado es que la gente, cuando baila, siempre es bella—. Addison me preguntó qué estilo de baile me gustaría aprender. Tras pensarlo un momento, le respondí: cualquiera. Todos. Creo que es por eso, porque querría saber bailarlo todo, por lo que acabo no bailando nada.
Porque a ver, ¿qué me impide (por mucho que a mis 35 años siga siendo un pato mareado y previsiblemente vaya a serlo el resto de mi vida) bailar yo sola un ratito cada tarde, o apuntarme a clases de claqué, capoeira o ballet, a ver cómo todos mis compañeros progresan con los portés mientras yo sigo intentando memorizar las posiciones? Eso me preguntaba el otro día viendo Slow, una película cuya protagonista, Elena, es bailarina profesional de danza contemporánea. La escuela en la que trabaja ha contratado a Dovydas, un intérprete de lengua de signos, para interpretar unas clases que Elena debe impartir a un grupo de adolescentes sordos. En el transcurso de las clases, Elena y Dovydas se enamoran. Cuando ella se decide a meterle mano, Dovydas, a bocajarro, le dice que es asexual. Aun así, tras algunas idas y venidas, Elena decide comprometerse con él en una relación exclusiva.
Dovydas es reticente a todo tipo de contacto sexual. Incluso un casto beso en los labios parece resultarle incómodo. Poco a poco, la pareja suple la conexión más íntima y directa del cuerpo a cuerpo con un código de gestos, a medio camino entre la danza y la lengua de signos, que expresa todo lo que las palabras no alcanzan a decir. Pero eso no es suficiente. Privada del sexo, Elena canaliza toda esa energía sobrante en la danza, hasta que ni siquiera su modo de expresión más natural y genuino es capaz de retener tamaño excedente. Los alumnos sordos de Elena aprendieron a bailar sin música, pero ella y Dovydas no pueden amarse sin sexo.
A la mayoría nos parecería un escándalo (y una tortura) renunciar al sexo con alguien a quien amamos. En cambio, casi todos podemos vivir sin bailar. Creo que lo que yo envidio no es tanto bailar —si fuera así, supongo que lo haría—, sino ser una de esas personas incapaces de funcionar sin el baile. Como Elena, cuyo lenguaje es el cuerpo, su abanico de movimientos bruscos, ondulantes, amplios, sutiles, elegantes o rudos. Yo querría dominar ese lenguaje, o, más bien, querría que ese lenguaje me dominara a mí. Los bailarines de claqué del downtown parecían dirigidos por una entidad superior que los manejaba a su antojo, como si fueran marionetas. Tras sus rostros sonrientes y serenos era imposible adivinar un pensamiento: solo había ejecución, solo presente.
Slow se cierra en el mismo espacio donde empezó: el aula de la escuela de baile, toda linóleo y espejos. Elena se ha citado allí con un chico. No es Dovydas. Sus cuerpos acortan distancias. Los brazos se entrelazan, las manos se rozan. ¿Están bailando o se están seduciendo? Al final, en un plano cortísimo, se besan. Ansío amar y ser amada, reza la canción de fondo. En un estudio de grabación, Dovydas la interpreta en lengua de signos. Ansío partirme en dos sin importar cuánto duela. Las manos de Dovydas se mueven, pero yo solo puedo mirar su rostro, sereno y sonriente. Lo he visto todo en tus ojos, lo que una vez fue y lo que será. ¿Qué es más real: el baile o la vida? ¿El sexo o la vida?
¿Son el sexo y el baile el lenguaje, o el cuerpo mismo lo es?
Después de todo, no hay nada más bonito en el mundo.
Hasta el lunes que viene,
Irene