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Los Gunn
Hablé mi mejor inglés a los quince años. Tres veranos seguidos estuve en Balbriggan, un pueblo costero a treinta kilómetros de Dublín. Casi todo mi tiempo de ocio lo pasaba con otros españoles que, como yo, habían viajado hasta allí para sacarse un diploma homologado que acreditase su nivel de inglés. Pero sacaba mucho partido de las clases, creo recordar que teníamos al menos cuatro horas al día con profesores nativos. Y me encantaba hablar con los miembros de la familia que me había acogido, los Gunn, sobre todo a medida que yo misma me notaba más suelta y cómoda con el idioma. El padre, Eddie, tocaba el banjo todas las tardes en la sala de estar, siempre frente al canal de deportes de un televisor silenciado. Su repertorio se limitaba a dos canciones que repetía sin descanso en un bucle que me acompañaba por la casa como un hilo musical extrañamente acogedor. Aún puedo tararear ambas. La madre, Heather, trabajaba como agente inmobiliaria. Nunca llegué a aclarar si el negocio era suyo o si estaba empleada por cuenta ajena. Heather parecía encantada dándome conversación y presenciando mis progresos con el inglés, lentos pero seguros. El hijo mayor se llamaba Ciaran y era metalero. Tenía veintidós años, pero a mí me parecía un adulto plenamente formado. Cuando, en mi segundo año, le dije que me había aficionado a Metallica —su grupo preferido—, me regaló una camiseta de la portada de …And justice for all y un librito sobre la banda editado en español que él no sabía leer, una rareza que aún conservo. Estando yo en bachillerato, mi padre viajó por trabajo a Irlanda y me propuso acompañarle. Contacté con Ciaran y quedamos en Dublín. Se acababa de matricular en el Trinity College. No me acuerdo muy bien de lo que hicimos, de qué calles recorrimos mientras mi padre asistía a su reunión. Pero sí puedo revivir la sensación de orgullo por estar paseando, yo y todos mis complejos, con un chico tan guapo y amable con el que debía comunicarme en un idioma que no era el mío. Joanne era la hija mediana. El primer año me presentó a su novio, el segundo año había tenido un hijo con él, creo que ya no estaban juntos. Lo intuyo porque ella seguía ocupando su habitación, que ahora también era de su bebé. Joanne siempre se pintaba mucho los ojos, en sus párpados se acumulaban los pigmentos azul y verde eléctrico casi sin difuminar. Llevaba el cabello liso recogido en una coleta rígida que le tensaba la piel de la cara. Su bebé —no recuerdo el nombre— era risueño y rechoncho. Y Joanne era dulce y afectuosa, apenas me llevaba seis años pero más que una hermana mayor me habría cuadrado que fuese mi madre. El benjamín de los Gunn era Chris. Haciendo cálculos, no creo que nos separasen más de tres o cuatro años. A Chris lo veía poco. No sé si estudiaba o trabajaba, pero casi nunca estaba en casa. Era el único hijo que tenía coche propio. Solo lo vi comer una vez, antes de que el resto nos sentáramos a la mesa como cada tarde, para la cena programada a eso de las siete. Como si hubiera turnos y Chris se reservara el primero solo para él. Recuerdo que esa tarde maridaba su cena con leche, con un vaso de pinta blanco hasta arriba. Un litro de leche fresca, de la que el lechero dejaba todas las mañanas en el umbral, para acompañar la carne con patatas y los guisantes congelados de bolsa. A Chris lo vi más fuera de la casa que dentro, me lo cruzaba en el supermercado, en la playa, me pareció verlo sosteniendo una lata de cerveza en uno de los botellones que organizábamos los españoles y a los que los jóvenes del pueblo se nos sumaban a veces, aunque sin mezclarse con nosotros en ningún momento, como si existiera una frontera infranqueable entre las dos tribus. En el viaje con mi padre visitamos a los Gunn. Quedamos con Eddie en un bar en el que se reunía con sus amigos para tocar música tradicional irlandesa. Alguien manejaba unos títeres, hacía que bailasen al ritmo del banjo y el violín. Luego fuimos a la casa y nos invitaron a cenar. Cenamos en el salón, no en la cocina como solíamos durante el verano. Los Gunn sacaron platos que parecían de porcelana, copas de cristal muy fino y servilletas de tela. Mi padre, que no bebe nunca, aceptó la cerveza y el café irlandés. Dudo sobre quiénes rodeábamos la mesa, Heather y Eddie seguro que estaban allí, pero creo que los hijos faltaban todos, aunque en mi recuerdo se transparenta una figura espectral, una quinta persona indefinida. No he vuelto a ver a los Gunn, he perdido el contacto con ellos. No sé bajo qué mueble o en qué caja recóndita se habrá extraviado la foto que nos sacamos juntos en el jardín de la casa en mi segundo año allí —sé que era el segundo porque recuerdo al bebé sonriente de Joanne y a ella sosteniéndolo en brazos—. Entre cuerpo y cuerpo se abría una distancia de al menos veinte centímetros, ningún miembro de la familia rodeaba con su mano una cintura ajena ni apoyaba cabeza en hombro. No recuerdo la dirección de la casa, pero si volviera a Balbriggan la encontraría. Era la última del pueblo por el sur, estaba al lado del mar. El mar era lo primero que veía cada mañana al despertarme, desde el ventanuco de madera de la habitación en la que una noche soñé en inglés.
Hasta el lunes que viene,
Irene