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Las ocho montañas
Los Babel son mis cines favoritos de València. Que vale, que las pantallas apenas son más grandes que la smart TV de tu salón, y no venden palomitas ni hay proyección en la que no suene un teléfono móvil o el público comente la película en voz alta, pero me da igual: forma parte de su encanto. Todo se programa en versión original subtitulada, un alto porcentaje de asistentes se traga religiosamente hasta el último crédito, los miércoles la entrada cuesta 3,90 y por cada nueve te regalan una. En los Babel puedes ver largometrajes que no encuentras en ninguna otra sala de la ciudad y suceden pequeños milagros como que una película sueca, iraní o moldava aguante dos meses en cartelera.
Los jueves por la mañana recibo en mi bandeja de entrada la programación de los Babel y el grupo de WhatsApp que comparto con mis compañeras de cine, Eulalia y Viki, se llena de inmediato de mensajes proponiendo películas para la próxima semana. Cine sin palomitas se llama el grupo, convenientemente. Formamos un trío variopinto en lo que a preferencias cinematográficas se refiere. A Eulalia, la última en incorporarse tras su reciente regreso a València, es raro que le convenza cualquier película. Si hablan poco porque hablan poco, si es larga porque es larga, si acaba mal, porque acaba mal, y si el final es feliz, porque es feliz. Desde hace unas sesiones, Eulalia se sitúa estratégicamente en la butaca más cercana al pasillo por si le da por abandonar la proyección, aunque de momento no lo ha hecho nunca. Viki es la más crítica de las tres, y por eso mismo suele hilar los análisis más equidistantes, porque sabe reconocer los méritos de una película aunque en global le haya parecido un bodrio.
Y yo… bueno, yo, con tanta película más la comentada posterior que nos marcamos cerveza en mano en el bar de los Babel (porque palomitas no venderán, pero bar sí tienen), me estoy sacudiendo la benevolencia de encima para atreverme, progresivamente, a criticar lo que veo. Hasta hace no mucho yo era bastante fácil de contentar en lo cinematográfico. Mi tradicional beneplácito hacia casi cualquier película se sostenía sobre dos elementos. El primero es el filtro natural e inevitable a la hora de escoger peli. En esa fase inicial ya descarto muchas que asumo que no me van a gustar (y que suelen ser las que los Babel jamás programarían). El segundo elemento, que admito que puede parecer pueril, es mi renuencia a admitir que cualquier cosa por la que he pagado ha resultado ser un fiasco. Me pasa con las pelis, pero también con los conciertos, los restaurantes o la ropa. En el momento en que un euro ha abandonado mi bolsillo para financiar algo, ese algo no puede ser criticado. No sé si es orgullo, cabezonería o el equivalente consumista de la ceguera poscoital. Aun así, voy progresando. Imagino que por influjo de Eulalia y Viki, ya no me sabe tan mal meterme con el guion, el montaje o las intepretaciones de las películas que, con mayor o menor puntería, seleccionamos cada semana en los Babel.
Por eso, porque ahora me da más igual ser una criticona, apoyé en silencio a los ancianos que, hace unas semanas, no se cortaron ni un pelo y pusieron de vuelta y media la película a voz en grito, como si el director estuviera en la sala para recoger sus quejas y tenerlas en cuenta en su próxima obra. Decían que era muy lenta y que en hora y media que llevábamos ahí metidos aún no había pasado nada, y tenían razón: en qué mala hora decidí ir al cine (sola, además, porque ni Eulalia ni Viki podían esa tarde, así que no me quedó ni el despelleje ulterior) para ver esa película soporífera y pretenciosa que no mencionaré, primero porque vale, ahora critico, pero prefiero entrenarme en la intimidad hasta coger confianza; y segundo, porque ya está el cine independiente lo suficientemente perjudicado como para que venga una diletante a hablar mal de una peli que ha fracasado en sus nobles intenciones de remover conciencias y emocionar a la audiencia. La verdad es que a mí me emocionó más el anuncio de seguros que pusieron antes de la peli, y no es broma: los canallas de Asisa me sacaron una lagrimilla a traición, y eso que no estaba premenstrual.
Pero como en los Babel también funciona el karma, una semana después los cines me recompensaron con una de las películas más hermosas que he visto en los últimos meses. Se trata de Las ocho montañas, de Felix Van Groeningen y Charlotte Vandermeersch, un largometraje basado en la novela homónima de Paolo Cognetti (ya me la he comprado, por cierto). Llegué a la sala cuatro de los Babel directa desde mi escritorio. Lo que menos me apetecía era sustituir la silla de trabajo por una butaca de cine; habría preferido cervezas en una terraza o pasear por el río, pero mi bono de los Babel debía ser cuñado esa tarde: estaba a punto de caducar, y todo menos quedarme sin mi peli gratis.
En la elección de la Las ocho montañas había habido un quorum basado en algo tan básico como el buenorrismo de los dos protagonistas (¿quién dice que esa no es una razón de peso para unas culturetas como nosotras?). Pietro y Bruno son dos amigos cuya relación se forja a lo largo de una cadena irregular de veranos, ausencias, silencios y reencuentros. Son, también, hermanos putativos expuestos a facetas casi opuestas de un padre, el de Pietro, que les deja como herencia un montón de pedruscos que deberán transformar en una casa, o más bien en un refugio compartido. Las ocho montañas habla de una amistad que sabe esperar, como el invierno espera a la primavera y la primavera al verano. Habla de esas personas con las que compartimos vida pero a las que solo conocemos de verdad una vez muertas. Habla de los seres que florecen si se les permite crecer allí donde han nacido, pero que sucumben al peso de la existencia si los trasplantas en cualquier otra tierra. Las ocho montañas es una película que se pregunta si es posible cuidar de otras personas, si estamos más cerca de la verdad largándonos a recorrer cimas y mares o anclándonos de por vida en un kilómetro cuadrado. En Las ocho montañas los hombres están a un empujoncito de llorar bien tranquilos, como anhela Rigoberta Bandini; la culpa y la gratitud conviven; el desasosiego y la esperanza se alternan con tanta naturalidad y sencillez como en la vida que se despliega más allá de una pantalla de cine. Las ocho montañas luce una fotografía estremecedora que captura los Alpes italianos en todo su esplendor y violencia; está salpicada de secuencias sobrecogedoras, como aquella en la que Pietro asciende en solitario hasta una cumbre rocosa después de veinte años sin calzarse las botas de montaña; cuenta con una impecable banda sonora en inglés que, si bien en un principio choca con el italiano vehicular de los diálogos, acaba abrazando cada fotograma, cada palabra, cada gesto y cada paso de Bruno y Pietro, dos niños, dos hombres: dos amigos, sobre todo.
Qué bonita, Las ocho montañas. Y qué insólito silencio el de la sala durante la proyección. Un teléfono móvil sonó, no podía faltar. Pero no hubo ni un comentario en voz alta. Y, cuando las luces se encendieron tras los créditos, sucedió otro pequeño milagro: a las tres nos había gustado. No les pregunté a Eulalia y a Viki si habían llorado: yo sí, varias veces. Aunque teniendo en cuenta que hasta los anuncios de seguros me hacen llorar, mis lágrimas no son garantía de nada. Pero que a ellas les gustase, sí.
Goza Las ocho montañas. En los Babel de València; en cualquier refugio cultural independiente donde el cine se vive, se comenta y se respira.
Hasta el lunes que viene,
Irene