Me encantan los karaokes. No sé por qué no los frecuento más. Quizás se deba a que, si llegas después de las doce de la noche, es casi imposible cantar. A esas horas la lista de espera está más saturada que la de Urgencias, y mira que los fines de semana los hospitales le hacen buena competencia a la nocturnidad disoluta. Tu única esperanza es que uno de los inscritos se retire de la lista porque a) va demasiado borracho (más incluso de lo que hay que ir para cantar en un karaoke), o b) está harto de esperar, porque a lo que ha ido al karaoke es a cantar, no a soportar los berridos desafinados de la caterva alcoholizada que, al parecer, cogió turno a las siete de la tarde.
La opción b era yo el sábado pasado. Renuncié a mi derecho al micrófono después de alimentar durante dos horas la esperanza de que la siguiente canción sería la mía: Vivir así es morir de amor, de Camilo Sesto, que es la que pido sí o sí en los karaokes, a menos que me encuentre lo suficientemente en forma como para atreverme con Bohemian rhapsody, que, lo creas o no, me sale súper bien (y esta convicción es real y objetiva, en absoluto derivada de la falsa autopercepción propia de los diletantes de karaoke, según la cual todos interpretan a las mil maravillas sus canciones favoritas: a mí eso no me pasa). Me flipa Vivir así es morir de amor, me la sé de pe a pa. Es la única canción de Camilo Sesto que conozco y no me avergüenza confesarlo. ¿Acaso hacen falta más? Vivir así es morir de amor reúne todo lo bueno de la música melódica española de los setenta, con permiso de mi ídolo, Nino Bravo, que además murió en el 73. Camilo y Nino, Nino y Camilo: ambos valencianos, por algo será.
Lo cierto es que yo estaba dispuesta a esperar lo que hiciera falta hasta escuchar los solemnes vientos iniciales de Vivir así es morir de amor, pero mis amigos tenían sueño y querían irse, así que les engañé asegurándoles que el dj me había dicho que solo quedaban seis canciones hasta la mía (en realidad me dijo ocho: tampoco es que fuera una trola tremenda). Curiosamente, las canciones de la espera final fueron las más tremebundas de la noche. ¿Sabías que existe una canción (si se le puede llamar así) en la que se repite incansablemente lore lore macu macu lore lore macu macu? Yo no, pero al resto de los presentes les alegró la noche, a juzgar por el subidón colectivo repentino.
Puede que pienses que el dj se compadeció de mí y adelantó los temas con mayor potencial para ahuyentar del local a los próximos cantarines, toda una estrategia para que me tocase cuanto antes. Ojalá, pero no. De hecho, la cadena de engaños se remonta a ese chico aparentemente majo que te sonreía mientras te prometía avanzar tu canción en la lista. Sí, claro. Ahí estábamos nosotros, esperando ocho, diez, doce canciones. Yo las cantaba todas en un intento de avivar los ánimos y aplacar las sospechas que se cernían sobre mí. Porque Camilo, mi one hit wonder particular, no llegaba. A las quince canciones ya no había manera de sostener aquella farsa y mis amigos amenazaron con dejarme sola en el La la, que es como se llama el karaoke (el Tinky Winky aún no sé dónde está). Yo, la verdad, no le veo la gracia a cantar sin público conocido, así que me largué cabizbaja, en actitud algo pasivoagresiva hacia mis amigos aguafiestas y, por supuesto, sin avisar al dj de que me iba. Porque vale, tú pierdes tu canción, pero a cambio ganas una pequeña venganza imaginaria: el dj llamándote durante un minuto entero para que recojas el micro, y teniendo que lidiar, en cuanto pincha la siguiente canción, con una masa de gente quejándose porque no podrá cantar a voz en grito uno de los temazos karaokiles por excelencia, cortesía de Camilo y, en la historia que nos ocupa, de mí misma.
Me encantan los karaokes porque me gusta pensar que la gente que me está escuchando… en fin, que la gente me está escuchando. Punto. En ese sentido, el Liverpool no tiene parangón. Me ha bastado ir tres o cuatro veces para comprender que es una rara avis: allí todo el mundo te escucha cuando cantas. Incluso los que van más pedo. Cantar en el escenario del Liverpool es como cantar en el Coachella, que no sé muy bien qué es, pero en Twitter ahora todo el mundo habla de eso porque ha actuado allí Rosalía o no sé qué. Tú te subes a la tarima del Liverpool, suena el primer acorde de la canción que has escogido (allí no está Camilo porque en el Liverpool le hacen el vacío a la música en español, y por eso el Liverpool no puede ser perfecto) y de repente el aforo entero, hasta entonces desperdigado, se organiza en filas para mirarte, todos expectantes y deseosos de que emitas tu primer gorgorito. Las seis o siete filas del Liverpool te aplauden, te animan y solo cantan contigo en los momentos cumbre, no todo el tiempo como pasa en la mayoría de karaokes, cosa que me desespera porque te quita todo el protagonismo, o más bien acaba con él porque el protagonismo, cuando se reparte entre doscientas personas, deja de existir. En el Liverpool la gente te felicita cuando bajas del escenario, te palmea el hombro (real) y te dice lo bien que lo has hecho aunque no sea verdad (en mi caso sí lo es). Y luego, en algún momento inesperado de la noche, el dueño del pub se apropia del micro y canta American pie de Don McLean, sin perdonar ni uno de sus ocho minutazos y medio, y todos coreamos el estribillo y la música nos une para siempre en una hermandad karaokil indestructible. Pura magia, vamos.
En el segundo capítulo de la cuarta temporada de Succession, los miembros de la familia Roy mantienen una afilada conversación en una sala de karaoke privada. A mí nunca me ha hecho falta encerrarme en un cubículo musical de cinco metros cuadrados para saborear la tensión. Mi experiencia más traumática en un karaoke sucedió, cómo no, en el La la (el Dipsy tampoco lo he localizado todavía). Fue hace cinco años. El chico que me gustaba por aquel entonces me cantó, mirándome fijamente a los ojos y ante un buen puñado de amigos y conocidos, Niña piensa en ti de Los caños. Y no, esa no fue la experiencia traumática de la noche: lo chungo viene a continuación.
Una amiga que estaba al tanto de mi enamoramiento secreto quiso ver una declaración oculta en la performance y me espetó: «Tíaaaa, está claro que le molasssss». Lo mismo pensé yo. Pero Los caños no son de fiar. Y el chico aquel parece que tampoco. Pensándolo bien, Vales mucho piensa en ti es una frase más propia de la friend zone que de «quiero meterte la lengua hasta la garganta en cuanto este micro deje de interponerse entre nuestras bocas». Mi ilusión duró hasta que el chaval empezó a tontear con otra esa misma noche, delante de mis narices, en la pista del La la. Me pregunto qué sonaría de fondo y quién lo cantaría: ¿Camilo? ¿Nino? ¿Freddy, tal vez? (Lástima que las últimas de Shakira no existieran en 2018, porque habrían sido una magnífica banda sonora para la escena). Ya de madrugada, el chaval y la otra se subieron en la moto de él y se marcharon. Llevan juntos desde entonces. Por Instagram parecen muy felices, la verdad.
Repito: hace cinco años de aquello. Ha pasado mucho tiempo. Ahora sé que lo mío con ese chico nunca habría funcionado. Nadie que te canta mirándote a los ojos y luego sube a su moto a otra es trigo limpio.
Total: que lo que separaron Los caños y el La la (¿dónde quedará el Po?) que no lo una el hombre, por favor.
Hasta el lunes que viene,
Irene