Épica egocéntrica
He aprendido a medir los límites de la paciencia ajena y a detectar cuándo empiezo a resultar cansina
Me gusta hablar de mí. No es que me pirre, no soy una adicta al monólogo autoficcional, pero desde luego no me desagrada y raramente me hace sentir incómoda. Más que gustarme hablar de mí misma, podría decir que no me genera pudor ni agrava mi sentimiento de impostura, de por sí generalizado. Si fuera así, desde luego jamás habría mantenido, durante más de tres años, una newsletter semanal basada en relatar lo que hago, pienso y siento, a veces con mayor carga ficticia, otras con un apego casi simbiótico a mi subjetividad.
Por supuesto, lo de sentirme como pez en el agua hablando de mí misma no se da en todos los contextos. Si tuviera que leer cualquiera de mis e-mails en voz alta y ante los trescientos y pico suscriptores en carne y hueso, me pondría roja como un tomate y perdería la voz en la segunda línea. El escudo de la pantalla permite confesar lo que no encuentra palabras en el espacio físico compartido. Tampoco me siento cómoda hablando de mis logros si no es en mi círculo de máxima confianza. Se me da fatal venderme y siempre tengo la sensación de que traigo al pairo a las personas que acabo de conocer, aunque a mí casi todo el mundo, de primeras, me genere una curiosidad que pocas veces logro disimular.
Así que sería más apropiado decir que me gusta escribir sobre mí, y que la épica egocéntrica me la reservo para las personas a las que no les queda más remedio que aguantarme, véase amigos, pareja y familiares. Y sí: tengo que vigilar para que mis discursos no devengan chapas. Si tengo un drama vital, no escatimo en detalles a la hora de narrárselo a mis amigas, le doy al rewind más de lo necesario y describo minuciosamente cada teoría que se me ha ocurrido para explicar el conflicto. Cuando noto que la conversación languidece me pongo en modo francotiradora, noqueando de forma automática e irreflexiva cada solución que me proponen. Todo con tal de mantener el foco de atención apuntándome a mí.
Esto es una exageración de lo que sucede, claro. Pero también es lo que me gustaría que pasara. No me interesa disimular cuánto me intereso ante la gente que me seguirá queriendo aunque, tras despedirnos y girar la esquina, suspiren aliviados y exclamen: «joder, qué pesada». Además, he de decir que he aprendido a medir los límites de la paciencia ajena y a detectar cuándo empiezo a resultar cansina. Entonces me callo y escucho al otro, cosa que no solo se me da bien, sino que considero uno de mis mayores talentos.
Según este libro que estoy leyendo, puede que lo de saber escuchar tenga que ver con mi eneatipo 4 subtipo conservación, o simplemente con que me he pasado más de media vida escuchando a los demás sin decir ni pío porque estaba convencida de que todo lo que podía aportar era anodino y banal. Yo escuchaba y escuchaba, y lo gracioso era que no me daba cuenta de que ese era mi rol y de que lo había asumido sin cuestionarlo. La revelación de que yo era la amiga que escucha a los demás fue tan fortuita y sorprendente que puedo situarla con exactitud en el espacio y en el tiempo.
Fue en Lisboa, durante el Erasmus. Yo tenía veinte años y estaba comiendo con una amiga en un vegetariano baratísimo de la Rua São José que cerró poco después. Mi amiga me estaba contando sus cosas. Como de costumbre, ella hablaba y yo escuchaba; solo de vez en cuando emitía alguna señal verbal para que supiera que la seguía atendiendo. Lo que me contaba me interesaba: casi siempre me interesa lo que me cuentan los otros, aunque haya épocas en las que yo misma me intereso mucho más, para qué mentir. No es que no viera la necesidad de corresponder a su charla con una propia —al menos por solidaridad: su lasaña de seitán y champiñones se estaba enfriando—, es que ni siquiera se me pasaba por la cabeza la posibilidad de hacerlo. Entonces, de repente, cuando mi amiga finalizó su relato, me soltó:
—Bueno, ¿y tú qué me cuentas? Que siempre escuchas lo que los demás decimos, pero nunca hablas de ti.
No pude discutirle ni una coma: mi amiga tenía toda la razón. La verdad se me reveló desnuda, firme e incuestionable, como si siempre hubiera estado ante mí y solo me hubiera hecho falta un comentario como ese para verla y alcanzarla. En ese vegetariano de Lisboa caí en la cuenta de que yo nunca hablaba de mí. Podría haberme reído del hecho y archivarlo como una simple anécdota, pero desde el principio supe que estaba repleto de implicaciones que me apresuré a desentrañar. No me resultó complicado empezar a hablar al fin de mí—no a escribir sobre mí: eso ya lo hacía, y de hecho lo divulgaba sin reparos a través de diversos blogs—. Creo que me lo propuse y practiqué hasta que se convirtió en un hábito. Por aquella época se fraguó también mi gustillo por la farándula, la comunicación, el teatro, la exposición pública y procaz. Estoy segura de que no es casualidad. No conozco a nadie que se dedique a este mundillo y que no disfrute proclamando sus miserias. Y, depende de quién, también sus gestas.
Lo confieso: yo, ahora, con la gente que habla y habla de sí misma sin medida, a veces desconecto. Callo, sonrío y espero que no sea una pregunta, como se suele decir. Que lo de saber escuchar es un don, innato o entrenado a la fuerza, da igual. Así que mejor administrarlo bien, cuidarlo, que los dramas ajenos no lo quemen. Sobre todo, porque los míos siempre son más interesantes.
Hasta el lunes que viene,
Irene