
Descubra más de Próxima estación
En taxi al veterinario
Nunca me ha gustado gastar dinero en taxis. Lo siento por el gremio de taxistas, pero con dos trayectos de doce euros me compro un libro (como si no me lo fuera a comprar igual). Cuestión de prioridades. Además, en València el bono de diez viajes en transporte público ahora cuesta cuatro euros, lo que por sí solo constituye un buen motivo para apoyar la revalidación del gobierno municipal (a estas alturas de la película, y previendo la que se nos puede venir encima este domingo si el chapapote verdiazul anega el Ayuntamiento, poco me importa que se me vea el plumero, menos aun en mi propia newsletter).
Mi filosofía es coger taxis sólo cuando es madrugada avanzada y estoy a más de media hora andando de casa y/o voy con alguien más que no tiene ganas de caminar; cuando llego muy, muy tarde a alguna parte; y cuando el taxi corre a cuenta de un tercero. Ah, y para llevar a mis gatos al veterinario. La clínica me pilla a seis kilómetros de casa. Si el paciente es uno solo, cojo el metro y santas pascuas. Pero con los dos animales a cuestas la logística es infernal. Sucumbir al recurso del taxi se vuelve inevitable.
Por suerte, y aunque llegaron a casa con veinte taras cada uno, Cometa y Hada gozan de una magnífica salud, así que lo normal es que solo me toque llevarlos al veterinario de año en año, para la vacunación. La suya cae en estas fechas. Tuvimos la excursión anual hace justo una semana. Yo andaba nerviosa desde que pedí la cita, porque el procedimiento completo no es moco de pavo (me encanta esa expresión). Primero tengo que engañar a los gatos para que entren en los transportines, cosa que consigo embaucándolos con el repiqueteo de mis uñas contra la tapa de una de sus latitas preferidas. Es música para sus oídos, se vuelven majaretas. Menos mal que entre engaño y engaño pasa tanto tiempo que se olvidan de la jugada y recuperan su confianza en mí.
Luego debemos llegar hasta la clínica. Esta podría ser la parte agradecida de la yincana si no fuera porque los gatos no paran de maullar y porque yo me angustio todo el tiempo imaginando que uno de los transportines se abre mientras subo o bajo del taxi y Cometa o Hada mueren atropellados por un motorista lento de reflejos.
Contra todo pronóstico, la estancia en el veterinario es un oasis de calma. No sé si es porque están aterrados o porque fumigan el local con Feliway, pero el caso es que, una vez en la consulta, los dos gatos se quedan quietos y mudos como esfinges.
(Por supuesto, cuando volvemos a casa reparto en sus comederos la latita con la que los engatusé. Por si quedaban dudas).
El taxista que me llevó al veterinario el lunes pasado no hablaba nada. Yo, si un taxista no deja de darme conversación, me abrumo, pero si no me dice nada de nada, sospecho. Entre lo primero y lo segundo, me quedo con lo primero. Al menos eso pensaba hasta mi última visita al veterinario. En cuanto mis gatos estuvieron inmunizados y las vacunas abonadas, pedí el taxi de vuelta desde el móvil y salí a la calle a esperarlo. Apareció en tres minutos. Lo primero que le dije a la taxista al abrir la puerta fue «llevo dos gatos». Siempre lo advierto con un mensaje al conductor al hacer la reserva, por si es alérgico o no le apetece llevar animales, pero con todo el trasiego se me pasó. «Bueno, mientras no se salgan de los transportines», me dijo la taxista mientras yo los alineaba en dos asientos de detrás y me acomodaba después en el tercero. «No, tranquila, van bien cerrados», respondí.
Cometa y Hada no tardaron en hacerse notar: en cuanto el taxi se puso en marcha dieron comienzo a su concierto de maullidos. ¿Sabes cuando tienes la seguridad de que no puedes solucionar un problema pero aun así tú haces cosas para que los demás piensen que estás tratando de arreglarlo? Pues eso hice yo en el taxi: me puse a hablar con mis gatos, no fuera que la taxista creyese que las interferencias que sus maullidos podían causar en su jornada laboral me eran indiferentes. Me dirigía a ellos por sus apelativos cariñosos («Comi», «Hadi») y les hacía preguntas en tono tranquilizador («¿qué te pasa?», «¿estás nerviosito?») pero, bien lo sabía yo, destinadas a caer en saco roto.
—¿Pero están maullando los dos o solo uno? —me preguntó la taxista mientras entraba en la rotonda de Tres Creus con Avinguda del Cid.
—Maúlla sobre todo el macho, que es muy miedoso —respondí yo.
—Uy, no, no, no —saltó la taxista, y por primera vez me miró a través del retrovisor central.— El miedo no existe. ¿Cómo sabes tú que tu gato es miedoso?
A partir de ese momento empecé a echar de menos al taxista del viaje de ida. El que no hablaba.
—Bueno… porque lo conozco —contesté.
—Lo conoces, lo conoces… Si tu gato es miedoso es porque tú quieres que sea miedoso, tú has hecho que sea así para poder ocupar una posición determinada en su vida, la de salvadora, seguramente. Pero el miedo no existe, el miedo solo son palabras falsas en nuestra mente. El miedo es una emoción que está en la mente y los gatos no tienen mente, ¿o tú crees que tu gato tiene mente?
Ahí es cuando me di cuenta de que estaba ante una de esas personas que han visto un vídeo en YouTube sobre psicología positiva o supuesta neurociencia, se han emocionado con el tema y han decidido evangelizar a quien se cruce en su camino sin pedir ni permiso ni perdón.
—Mujer, el miedo, más que una emoción, es un instinto en todos los seres vivos… —traté de intervenir.
—¡No! —me interrumpió.— Yo veo a mi nieta, que tiene dos años y está descubriendo el mundo, ¡y no tiene miedo de nada! Y le digo a su madre: ¡tú eres la que le metes miedo! ¡Tú eres la que le hace creer que los columpios son peligrosos! A ver, ¿tú desde cuándo tienes a tu gato?
—Desde que él tenía seis meses, más o menos.
—Pues ya está. A los seis meses tu gato todavía no podía ser miedoso ni ser nada porque a los seis meses un gato no siente nada. Tú decidiste que tu gato tenía que ser miedoso y has hecho que lo sea. Porque tú lo que necesitas es que tu gato dependa de ti.
Según el navegador de la taxista, quedaban nueve minutos para llegar a mi casa. La conversación, que me había hecho gracia al principio, estaba mutando a monólogo, y ya no me divertía, sino que más bien me irritaba. La verdad es que yo ya no sabía si el miedo existía o no existía, pero desde luego los límites de mi paciencia me parecían más reales que nunca.
—Yo se lo digo a mi marido —continuó ella.— Tenemos un perro que es súper confiado con todo el mundo menos con él. «Esto es porque tú has decidido que te tenga miedo», le digo yo. «Modifica tu percepción del perro, y su actitud hacia ti cambiará», le digo. Pues lo mismo tú con tu gato. Si tiene miedo es porque tú lo ves miedoso y entonces le transmites que debe tener miedo.
—Ah. ¿Y cuántos años tiene vuestro perro? —pregunté yo, tratando de retirar el foco de atención de Cometa, que ya era miedoso cuando llegó a casa y lo seguirá siendo, previsiblemente, hasta el final de sus días.
—Nos lo dieron de cachorro, en 2009 —contestó la taxista.— Imagínate. Va a cumplir catorce años. Y desde siempre, cuando barro la casa, se pone como loco. Le dan pánico las escobas. Solo le tiene miedo a mi marido y a las escobas.
—A lo mejor es porque le pegaron antes de que lo adoptarais, ¿no? —Mi plan funcionaba. Ya no estábamos hablando de mi gato ni de su mente inexistente ni tampoco del miedo que, aparentemente, llevo cuatro años inoculándole sin darme cuenta.
—Ah, no, no. Es que, cuando el perro era pequeño, un día lo dejamos encerrado en el salón mientras estábamos trabajando, y al volver había hecho un estropicio… ¡Uf! ¡Menudo desastre! Teníamos una foto de mi marido de niño enmarcada, una foto que le gustaba mucho a él. Pues el perro la había cogido y la había destrozado. Y como había una escoba por ahí, mi marido, que estaba fuera de sí, la cogió y le dio una buena tunda al perro.
Estábamos llegando a mi casa. Solo faltaba girar una vez a la derecha, otra a la izquierda, ciento cincuenta metros, estacionamiento y adiós.
—Mira como han dejado de maullar —dijo la taxista al parar frente a mi portal.— ¡Eso es porque saben que lo que digo es verdad!
Cometa y Hada se comieron su latita de lo más a gusto. Antes de ponerme a trabajar me senté un rato en el sofá: necesitaba recuperarme de la excursión al veterinario y, sobre todo, del encuentro con la taxista. Desde esa mañana no me quito de encima la sensación de que Cometa me reprocha algo calladamente. No sé qué será. De todas las hipótesis, aún no me he decantado por ninguna.
Hasta el lunes que viene,
Irene
PD1: Hace dos mesecitos reactivé uno de mis canales de YouTube, Léeme. Te dejo el link al último vídeo que he subido. Va sobre la narrativa de la felicidad, o sobre por qué nos gusta tanto que las ficciones que vemos y leemos acaben bien.
PD2: ¡He publicado un libro! Se trata de una adaptación ilustrada de Los tres mosqueteros, de Alexandre Dumas, para primeros lectores (5-6 años). Y bueno, en realidad podría decir que he publicado tres libros, porque hay edición en catalán occidental (Bromera), catalán oriental (Animallibres) y castellano (Algar). Te dejo por aquí un enlacito por si quieres cotillear (y regalar a tu sobrinito, vecinita, hijito o lo que sea).