
Descubra más de Próxima estación
Como la mayoría de niñas, de pequeña tuve una mejor amiga. Se llamaba Lucía. Lucía y yo nos adorábamos a pesar de no tener casi nada en común. Y lo que sí nos unía —la absoluta veneración por el rotulador color carne del estuche Carioca Joy, la preferencia por los bocadillos innecesariamente gigantescos de atún con olivas o de queso y fuet— traspasaba los límites de nuestra jurisdicción, eran gustos que, a nuestra edad, atravesaban género y clase, gustos asentados y respetados como si fueran la expresión de una religión sagrada solo accesible a niños y niñas. Nada original ni exclusivo: Lucía era mi mejor amiga como podrían haberlo sido Inma, Laura o Helena.
Lucía y yo dejamos de ser mejores amigas en tercero de primaria. Supongo que Lucía se dio cuenta de que yo era demasiado basta para ella, y en paralelo yo comprendí que Lucía jamás renunciaría a su corazón repipi, y que cuando afirmaba que nunca nunca nunca en la vida se había tirado un pedo no me engañaba, sino que creía de verdad en su mentira. Pero antes de nuestra separación, Lucía trató de iniciarme en un antiguo rito local que, con la fuerza propia de los ritos, había logrado hacerse un hueco en su cursilería consustancial. Lucía me llevó a ver los toros.
No los toros en la plaza. Los toros en la calle, o bous al carrer, como se conocen aquí. Mi pueblo es algo así como la meca de la tradición bouera. La revista Bous al carrer —única en su especie, o eso espero— plantó su sede allí. Todos los meses se programa algún maltratito animal en las calles. Las barreras que las cierran condenan a sus habitantes a elegir entre participar de la fiebre atávica o exiliarse de sus casas durante las horas que quiera durar. Si has nacido en mi pueblo, resulta muy sospechoso que no conozcas a alguien que se dedique a algo relacionado con los bous al carrer: arenas, cría de toros y vaquillas, lo que sea. En toda la historia de la democracia no ha habido gobierno local, ni más ni menos progresista, que se haya atrevido a limitar los maltratitos animales, que alcanzan su clímax durante las fiestas mayores. En mi pueblo, votes lo que votes, estás votando toros.
No sé ahora, pero cuando yo era pequeña eras una rara muy muy rara si se te ocurría decir que nunca habías visto bous al carrer. Posicionarse en contra ni se contemplaba, al menos en el reino de la escuela primaria. Todos los niños de mi clase eran adeptos. Entre las niñas la adhesión era menor, pero todas habían participado del rito al menos una vez. Todas menos yo, que, sin haberlo visto, ya intuía que no me iba a gustar. Entre que en mi familia no había afición y que seguramente cazaría al vuelo algún comentario crítico de mis padres, venía poco predispuesta de cuna a toda la parafernalia de los bous al carrer.
Así que predisposición no tenía, pero sí curiosidad. Era inevitable en un ecosistema como ese: el caldo de cultivo era perfecto. Los bous al carrer debían de tener un componente esencialmente magnético, incluso adictivo, que justificara el fervor con que los niños del cole los imitaban, jugando a toros en el patio y persiguiendo a las niñas como si fueran toretes a la salida de la escuela. Así que, cuando Lucía me invitó a ver los bous al carrer desde el balcón de casa de sus tíos, le dije que sí, que claro. Mis padres, sorprendentemente, me dieron permiso. Menuda tarde pasarían los pobres, temiendo que su hija regresara convertida en una taurina redomada. Y menudo alivio cuando comprobaron que no fue así.
Llegué a casa de los tíos de Lucía a primera hora de la tarde. Era un quinto piso con balconada que daba a la calle del casco antiguo donde se soltaría al toro, la estrella de la fiesta. Estrella humillada y maltratada, aunque yo aún no fuera del todo consciente. Lucía me condujo hasta el salón previo a la balconada. Una mesa alargada ocupaba el centro de la estancia, y sobre ella los platos y bandejas llenos de comida dejaban apenas diminutos huecos de mantel libre. Había sándwiches dulces y salados, quesos, embutidos, cacahuetes, papas, aceitunas, frivolidades del horno de la esquina, refrescos, licores: una merendola que ni en mis mejores sueños. Casi todos los invitados estaban ya allí: familiares, amigos y conocidos de los tíos de Lucía, y también familiares, amigos y conocidos de los familiares y los amigos y los conocidos de los tíos de Lucía. En esta última categoría me encontraba yo. Si rebajo en un veinte por ciento la cantidad de gente que recuerdo —por aquello de que la memoria infantil lo sobredimensiona todo—, concluyo que seríamos unas treinta personas.
A mí la visión de la merendola me cegó, así que lo del toro pasó rápidamente a un segundo plano. Y yo no era la única que había decidido abonarse a la mesa. Los adultos atacaban las fuentes de sándwiches y abrían una lata de cerveza detrás de otra. El toro aún no había salido y la mayoría ya estaban borrachos como cubas. El griterío competía en volumen con los griteríos provenientes de otros pisos, donde más familias y pandillas se congregaban para el gran acontecimiento. Mientras tanto, yo mordisqueaba el pan untado con nocilla y me preguntaba cuándo empezaría aquello. No me daba cuenta de que, en realidad, ya había empezado.
En algún momento soltaron al toro. No recuerdo ver la escena ni oír la traca de aviso. Tampoco el resto de invitados parecían demasiado pendientes del animal. Seguían yendo y viniendo del balcón a la mesa sin prestar atención a lo que sucedía en la calle. Charlaban en corrillos diseminados en torno a las bandejas de comida, se sacudían las pieles de los cacaos de los dedos humedecidos por la condensación de las latas que se iban amontonando, vacías, en un lado de la mesa. Lucía y yo nos asomamos a la balconada. Solo guardo una imagen del toro: su cráneo huesudo y marrón, supeditado a los cuernos sucios y de apariencia extrañamente endeble. Tres hombres lo rodeaban, le hacían recortes, armaban juntos una coreografía que buscaba confundir al animal, desorientarlo. No parecían asustados. El toro sí. Yo esperaba un cuerpo poderoso y robusto, y sin embargo me pareció raquítico y frágil, como si no lo hubieran alimentado durante varios días o estuviera enfermo. Miré su cráneo un poco más, hasta que el toro giró hacia su lado izquierdo, libre de hombres, y desapareció al trote por otra de las callejuelas del casco antiguo. Varios hombres corrieron tras él.
Lucía y yo nos habíamos quedado solas en el balcón. Del interior del piso nos llegaba una banda sonora de sílabas pronunciadas con atropello.
Me giré hacia Lucía y le pregunté:
—¿Nos vamos dentro?
—Sí —me respondió.
Después de Lucía tuve otras amigas que también veían los bous al carrer desde sus balcones, los balcones de sus familiares o la sede de una peña taurina, a pie de calle. Yo nunca volví. No me atreví a manifestarme en contra hasta bien avanzado el instituto. Allí conocí al fin a otras personas que, por más que lo intentaran —y yo lo he intentado muchas veces, sometiéndome a agotadores ejercicios de empatía y flexibilidad mental—, no lograban darle a la pasión local por los toros una explicación que trascendiera lo tribal, la reunión periódica con el grupo de iguales para comer y beber con una excusa violenta sosteniéndolo todo. Jordi era una de esas personas. Juntos redactamos e imprimimos panfletos en contra de los bous al carrer. Un sábado por la mañana quedamos para repartirlos en la puerta del supermercado de la avenida principal del pueblo. La mujer a la que le di el primero lo tiró al suelo tras ojearlo apenas tres segundos. Jordi y yo nos volvimos a casa con el taco de panfletos intacto. Ahí acabó mi activismo anti-bous al carrer. Ahora me limito a despreciar la tradición en la distancia, lo que no deja de ser una forma de lucha, en realidad. O eso me digo.
Por cierto, dato curioso: Jordi era primo segundo de Lucía. Quién sabe si también estaba en ese quinto piso con balconada a la calle del toro, la primera y última vez que lo vi de cerca.
Hasta el lunes que viene,
Irene
El toro
Hola, que maravilla de newsletter o lo que sea esto.
Aquí estamos en fiestas ahora y en ese aspecto es peor, hay encierros y recortes, después se mata al toro y se lo comen en una caldereta. Por suerte tb hay hinchables y ese tipo de cosas para niños, soy papá de una nena de seis años y a eso si vamos con otras amigas...
Por cierto aquí es Valdetorres de Jarama, en Madrid y tb hay mucha afición a los galgos. Llevo casi 20 años viviendo aquí y la verdad que muy bien, en todo paraíso hay moscas decía mi madre...😂
Un abrazo