Desnuda en Croacia
Hace un año estaba en Croacia. A principios de julio había decidido tomarme agosto entero de vacaciones. Amparo y yo nos compramos de inmediato los billetes de avión, alquilamos el coche más barato que encontramos y reservamos las dos primeras noches en Zagreb; lo demás lo dejaríamos a la improvisación. Resultó que Croacia está llena de playas nudistas. Todos los días pisábamos al menos una, y si la que visitábamos no era nudista también nos deshacíamos de la ropa: o no había nadie, o los pocos bañistas estaban a una distancia suficiente como para no advertir nuestra desnudez. A Amparo le encanta hacer fotos, así que elaboramos un reportaje en cada playa. En mi móvil se acumulan al menos doscientas fotos de mi cuerpo desnudo en Croacia. Tengo fotos entrando y saliendo del mar; fotos posando en la arena, con una diadema de tela recogiendo mi pelo asalvajado por la sal. También hay muchas fotos de las dos juntas, morenísimas, sonrientes, con el recuerdo de las anécdotas del día anterior todavía fresco en la memoria y reflejado en nuestras pupilas: el ferry que casi perdimos, la noche en que conseguimos alquilar un apartamento in extremis y nos libramos de dormir a la intemperie, el torneo de petanca al que asistimos desde la terraza en la que nos hartamos a pescado frito y vino de garrafón. Después de la playa, durante la cena o en la habitación de turno, repasábamos las fotos cuidadosamente, una por una, y seleccionábamos las mejores para enviarlas por WhatsApp o subirlas a Instagram. Podíamos dedicar una hora entera al proceso. A mí me encantaba mirarme: me parecía que todo lo que alguna vez había odiado de mi cuerpo era insignificante o había desaparecido. Me preguntaba cómo había vivido durante tantos años convencida de no ser atractiva, nada, ni un poquito. Nunca me he sentido tan a gusto y libre en mi piel como durante aquel viaje a Croacia. Era como una niña que reconoce por primera vez los dedos de sus manos, su ombligo, el tacto de sus mejillas. Mi cuerpo me parecía un descubrimiento maravilloso, y lo único que ensombrecía mi reencuentro con él era la certeza de haber llegado tarde a la cita. Un año después soy incapaz de ver las fotos de Croacia. La última vez que lo intenté, todas las partes de mí misma que querría corregir o eliminar desfilaron ante mis ojos. Sentí como si durante el viaje y las semanas posteriores hubiera estado ebria, sumida en una ilusión o contemplando el mundo a través de unas gafas sucias, y de repente la verdad me hubiera sido revelada sin paños calientes, cruda e irremediable. Sigue siendo un misterio para mí por qué, cuando pensaba que al fin había coronado la aceptación del cuerpo, he sido expulsada tan bruscamente de la cima. Y he girado sobre mis pasos para intentar comprender en qué punto del camino me extravié. Persevero. Y los mejores días estoy segura de que volveré a sentirme como en Croacia, que de nuevo me veré preciosa en las fotos, que podré observarme durante sesenta minutos seguidos sabiendo que no hay nada que modificar; sabiendo que mi cuerpo es el instrumento perfecto para viajar, para cantar en el coche con mi amiga las canciones que no nos hemos aprendido en veinte años, para bañarme desnuda en el mar, para recorrer cada casilla del tablero hasta que la meta me sorprenda en un cuerpo que siempre fue perfecto.
Hasta el lunes que viene,
Irene
PD: El viernes pasado estrené sección en el programa de tele y radio en el que colaboro, Podríem fer-ho millor (À Punt). La sección se titula Amb permís de ningú y en ella hablo sobre temas relacionados con la dictadura de la belleza y la aceptación corporal. Puedes ver la primera entrega aquí.