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Comentarios insignificantes
«La importancia que las clientas de la cirugía estética le atribuyen al aspecto de sus pechos, de su vientre, de su nariz o de sus muslos sugiere que, en su mente, cada parte de su propio cuerpo se ha vuelto autónoma. Se ven a sí mismas como un simple ensamblaje de diferentes partes, inconexas entre sí; y cada una de las partes debe ser perfecta, so pena de arruinar el valor del conjunto. El rotulador del cirujano dibuja sobre la piel de sus clientas líneas que demarcan piezas de carnicería: paleta, filete, costillar, riñones, muslo. Al hacerlo, parece trazar fronteras infranqueables entre las partes de una persona. Nos recuerdan al monstruo hecho de piezas de distinta procedencia que crea el doctor Frankenstein en la novela escrita por Mary Shelley en 1816. En El mito del individuo, Miguel Benasayag señala esta obra como la ficción emblemática de la modernidad: el sueño de dominar la naturaleza, la creencia de que un ser viviente equivale a la simple suma de sus partes. Y cita esta frase de Leibniz: “Donde solo existen seres por agregación, no hay seres siquiera reales”». Belleza fatal, Mona Chollet (Ediciones B, 2020).
Tus tetas no están mal, pero las más bonitas que he visto son las de la americana esa que me tiré.
Apenas llevábamos un par de meses saliendo cuando emitió el comentario. Fue hace no tanto, yo tenía casi treinta años y una conciencia feminista sostenida sobre algo más que húmedos cimientos resbaladizos. Él conocía mis conflictos con mi cuerpo. Estábamos en la cama, imagino que acabábamos de hacer el amor. Yo era adulta, era feminista, pero estaba encantada —y quizás también sorprendida— de que un hombre me hiciera caso, de que quisiera pasar tanto tiempo conmigo, aunque por el camino seccionara mi cuerpo en porciones independientes como si yo fuese una vaca en la carnicería y se dedicara a compararlas con los pedazos de las vacas que había catado anteriormente.
Así que, aunque el comentario me dolió, le quité importancia. Porque las mujeres estamos entrenadas para eso: para quitarle importancia a lo que nos duele. Nos convencemos —me convencí— de que ha sido un descuido, de que en realidad no quería decir eso, o tal vez sí, pero ¿por qué no ha de ser sincero? ¿Por qué no ha de decirme que las tetas más bonitas que ha visto son las de otra mujer, si eso es lo que piensa de verdad? ¿Sería justo que me mintiera —tus tetas son las más bonitas que he visto— solo para complacerme? No, ¿no?
Si volviera a ver a ese antiguo novio y le repitiese el comentario que me hizo a los dos meses de estar juntos, sé que no lo recordaría. Es más, estoy casi segura de que negaría haber dicho algo así. Si le insistiera acabaría concediéndome el beneficio de la duda, porque con el tiempo uno olvida los comentarios pasajeros que suelta sin pensarlo demasiado. «No pretenderás que me acuerde de cada comentario insignificante», me diría.
Vaya. Yo, en cambio, recuerdo todos los comentarios insigificantes sobre mi cuerpo que los hombres se han tomado la libertad de exponer en mi presencia a lo largo de mi vida.
«Aunque Irene tiene diez años como vosotros, es mucho más grande y corpulenta que el resto de niñas. Observadla, por ejemplo, al lado de Ana; Ana, ven y ponte al lado de Irene». Mi profesor de educación física de primaria, después de ordenarme que me pusiera de pie delante de todos mis compañeros, sin decirme para qué.
«Esto está blando… ¡como tu brazo!». El amigo de una amiga, en la puerta de una discoteca, unas fallas cualquiera.
«Tenemos que aceptar que tanto tú como yo somos poco agraciados». Un familiar que, supongo, quería arrastrarme a su complejo para sentirse menos solo.
«Has cogido algún kilo más de lo que esperábamos, así que ahora tendrás que controlarte con la comida para no pasarte de peso». Mi psiquiatra del hospital, en una revisión pocas semanas después de darme el alta tras un ingreso por anorexia. Tenía 19 años y, por fin, un peso sano y ganas de vivir. Apenas seis meses antes era solo un saco de piel, huesos e inconsolable desesperanza.
«Podrías depilarte ahí abajo. Mi ex lo hacía y me ponía mucho más que verlo todo peludo». El mismo novio que me dijo que mis tetas no eran tan bonitas como las de la americana esa que se tiró (por supuesto, llamarla por su nombre no era una opción para él —¿lo recordaría, acaso?—).
Los últimos comentarios dañinos hacia mi físico que registré fueron los de ese novio. He debido de tener suerte evitando balas posteriores, porque mi cuerpo sigue siendo el mismo que cuando rompimos: igualmente respetable o indigno, según se mire. Pero da igual, ahora no necesito que venga un hombre a recordarme lo defectuosa o extraña que es una parte concreta de mi cuerpo, o todo él: ya me lo recuerdo yo sola.
Porque yo también llevo integrado ese casete recopilatorio de las opiniones no solicitadas que he recibido por mi aspecto, mi forma o mi tamaño. Si eres mujer sabrás de qué casete hablo. Es ese que se reproduce en bucle, ese que suena hasta en sueños y que no es posible detener a voluntad. En él retumban todas esas voces de todos esos hombres en todos esos escenarios nítidos y variados: el patio del colegio, la calle paralela a la mía, el salón de mi abuela, la consulta del médico, mi cama. Sí, por las noches duermo en la misma cama en la que un hombre propenso a olvidar sus insignificantes comentarios se sintió legitimado para extirparme las tetas del resto del cuerpo, amalgamarlas y fundirlas hasta crear un objeto con ellas, un objeto público y colectivo y opinable, y palparlo y menospreciarlo y compararlo como si yo no fuera un ser completo y entero, sino una vaca de carnicería cuyos cortes están a disposición de cualquiera que desee palparlos y menospreciarlos y compararlos con los cortes de otras vacas. Esa vaca americana. La vaca camarera esa. La vaca esa de pelo rizado.
El casete sigue sonando. Pero al menos ahora sé que es muchísimo mejor ser una vaca antes que un cerdo.
Hasta el lunes que viene,
Irene