Arusha - Londres - València
Podría escribir una historia paralela de mí misma a través de los escenarios que he deseado habitar y no he habitado
A mí hay cosas de mi vida que me chocan. Son, sobre todo, decisiones cuyos resultados no concuerdan con la imagen que albergo de mí misma. Ni con las que considero algunas de mis mayores virtudes. Por ejemplo: tengo una infinita curiosidad por otros territorios y culturas, y a la vez una capacidad de adaptación a los cambios a la que aún no le conozco límites, pero a pesar de ello solo he vivido en cuatro lugares a lo largo de mi vida, contando el pueblo en el que me crie. Y todos esos lugares están dentro de la Península Ibérica, así que no se puede decir que haya arriesgado demasiado en lo que a hábitats se refiere.
Cuando estaba en el último curso de Periodismo descubrí los blogs de viajes y empecé a ahorrar para organizarme una expedición memorable alrededor del mundo que duraría hasta donde me alcanzara el último céntimo. Pero, también por esa época, me topé con el teatro. En la escuela de arte dramático pausé mis ínfulas de trotamundos. Yo aún no lo sabía, pero a partir de entonces solo las desempolvaría en viajes de cinco semanas como máximo que nunca lograban saciarme del todo.
Antes de aquello, a los veinte años, pasé un verano trabajando en Londres —fueron apenas tres meses, así que no lo cuento como lugar de residencia—. Me contrataron en una tienda de alimentación ecológica en la que no se repetía ni una nacionalidad entre los casi veinte empleados que nos turnábamos para atender a los clientes en la caja, reponer estanterías y hacer inventario. Tuve la suerte de encontrar habitación a menos de media hora a pie del trabajo, y además me llevaba genial con todas mis flatmates. Estaba tan a gusto en Londres que me planteé vagamente aparcar la universidad de forma indefinida y quedarme en la tienda de Bethnal Green, pero la ilusión por una relación recién empezada me empujó a volver a casa.
Unos años más tarde me concedieron una beca de prácticas en el extranjero. Como había estado de Erasmus en Lisboa y tenía buen nivel de portugués, contacté con una agencia de noticias lusa —así se llama: Agência Lusa— para ver si me aceptaban como becaria en alguna de sus delegaciones europeas. Me ofrecieron ir a Londres, París o Roma, pero me advirtieron de que en esas capitales había solamente un corresponsal y que el trabajo podía resultar aburrido, e incluso, tratándose de verano, inexistente. Lo mejor era, por tanto, que hiciera las prácticas en la sede de Lisboa, donde había varios cientos de periodistas con los que podría adentrarme de lleno en los tejemanejes diarios de una agencia. Así que volví a Lisboa, que me encanta, pero que convirtió en incompatibles a París y a Roma y también a Londres, con lo que tampoco me marqué una British experience vol. II.
Poco después me convertí en autónoma. La forma más barata y segura de esclavizarme a la cuota mensual con la que llevo casada casi ocho años era quedarme en casa, así que desperdigué los bártulos en València mientras mi mente se perdía en ensoñaciones de nomadismo digital. No colgué cuadros en las paredes del piso ni compré más muebles de los necesarios porque lo de València iba a ser transitorio: pronto teclearía en el mismo ordenador pero desde Marruecos, Perú o Indonesia, y desde allí saltaría a los países vecinos en una fantasía perpetua de trabajo en remoto que me haría millonaria en experiencias y, con suerte —mucha—, también en la cuenta corriente. El plan no salió bien, o mejor dicho, salió distinto. Acabé comprando un sofá más cómodo y colgué cuadros en las paredes e incluso cubrí con cortinas las ventanas del salón, que según mi padre es lo que más viste a una casa.
En 2018 viajé a Tanzania y me enamoré de Suma. Él quería que me quedase en Arusha, pero esa vez el trabajo pudo al amor y embarqué en el avión de vuelta a casa llorando a mares por quien pensaba que era el amor de mi vida. Tengo dudas sobre si mi excelente capacidad de adaptación habría resistido más de un par de meses la idiosincrasia del país, tan arbitrario y caótico, pero seguro que la aventura habría sido divertida. Luego conocí a Q., se vino a vivir conmigo, llegó la pandemia, Q. y yo rompimos, las restricciones continuaron, la mitad de mi trabajo era presencial. En resumen, la opción de dejar València e irme a cualquier otra parte, conocida o no, fue perdiendo protagonismo a fuerza de acontecimientos imprevistos, y cuando cumplí los treinta ya había asumido que no buscaría mi futuro fuera de aquí.
Ahora tengo casa en València —las casas atan, es cierto—, he construido una vida aquí, casi toda mi gente reside en un radio de treinta kilómetros —a excepción del este: con las sirenas aún no he trabado amistad—, que haya dos gatos a mi cargo no facilita imaginar un encadenamiento de mudanzas minimalistas. Pero, a pesar de mi sedentarismo, nunca ha acabado de desecarse por completo mi anhelo de otras vidas, de la misma que soy pero en otros lugares que, forzosamente, me transformarían, propiciarían el nacimiento de otras yoes. No sé qué haría con los libros si me fuera, no sé qué haría con los muebles; desconozco la logística del traslado internacional de gatos, pero por supuesto se vendrían conmigo; me pregunto si podría dejar mi casa por completo o si necesitaría mantener el vínculo para asegurarme un sitio al que volver; sé por quién no me iría demasiado lejos porque también es con quien me iría a cualquier parte; sé que nada me daría miedo, ni un idioma de fonética enigmática, ni la soledad inevitable del principio, ni las calles más sucias o más anchas o más silenciosas, ni la lluvia ni el frío ni la precoz oscuridad de algunos territorios. Pensar en marcharme no me asusta, pero la inexistencia del miedo no aumenta las probabilidades de materialización de ese pensamiento que despunta de vez en cuando, y siempre en condicional.
Podría escribir una historia paralela de mí misma a través de los escenarios que he deseado habitar y no he habitado. El otro día me preguntaron por mi lugar preferido del mundo —pregunta extraña—, y yo, sin cavilarlo, respondí València. Ni siquiera sé si es verdad o si es la respuesta cómoda; puede que València sea solo el espacio al que me he acostumbrado, la ciudad en la que puedo ser la yo que conozco sin tener que esforzarme por comprenderme a la sombra de otra luz, surfeando horarios que me empalidecen el rostro o me ponen de mal humor, en lenguas para las que aún no he encontrado la llave.
¿Continuarán en Londres y en Arusha las yoes que no tomaron el avión de regreso?
¿Dónde están las que escogieron Roma o París? ¿Y la que aceptó la beca a Santiago? ¿La que nunca asistió a aquel cursillo revelador de teatro y se marchó a mochilear con tampoco tantos euros en la cuenta?
¿Conoceré a las yoes que seguirán escogiendo València?
¿Y a las que se irán?
Hasta el lunes que viene,
Irene